Este texto ofrece una ponderación de las argumentaciones y contraargumentaciones en torno a la iniciativa de reforma constitucional que modificaría la integración del Poder Judicial. Quienes lo suscribimos, integrantes de un seminario dedicado a estudiar los avances y los retrocesos de las democracias, pensamos que, por las posibles consecuencias de la reforma sobre la vida democrática del país, tanto la controversia como las acciones de las personas juzgadoras al respecto de esa iniciativa deberían ser motivo de atención y reflexión generalizadas. Lo publicamos con el ánimo de contribuir a ello.
La Asociación Nacional de Magistrados de Circuito y Juzgadores de Distrito del Poder Judicial de la Federación, JUFED, decidió iniciar el miércoles 21 de agosto una huelga indefinida que se suma a un paro de alrededor de 55 000 trabajadores del sector emprendido el lunes 19. El motivo de esas acciones es protestar contra un proyecto de reforma constitucional sometido por la Presidencia de la República a las cámaras legislativas, para modificar el método de nombramiento de las ministras y los ministros que integran la Suprema Corte de Justicia de la Nación, SCJN, y los procedimientos de designación de todas las personas juzgadoras del país, la cual, consideran los reclamantes, sería contraria a la autonomía de dicho poder.
A esas determinaciones sin precedente histórico, han seguido decisiones concurrentes, también inéditas, de la misma JUFED, un grupo de integrantes de la SCJN y el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM: solicitar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, que requiera al Estado mexicano aclaraciones sobre dicho proyecto y, con base en las respuestas que reciba, determine si su aprobación afectaría regresivamente los derechos humanos de las y los juzgadores nacionales, los de las personas justiciables o los de la sociedad en general. Las solicitudes invocan un procedimiento, definido en el artículo 41 de la Convención Interamericana sobre Derechos Humanos (de la cual México es signatario), que autorizaría a la Comisión a indicar, en su caso, que el proyecto debe revisarse para adecuarlo a los estándares estipulados en la Convención.
Si bien el contenido de los requerimientos debe ser confidencial, las solicitudes pueden ser dadas a conocer públicamente, y la JUFED ha comunicado los temas específicos sobre los que considera que el Estado tendría que responder. De su notificación, puede inferirse que las personas juzgadoras consideran que el proyecto no ha sido elaborando tomando en cuenta dichos estándares y que no ha sido justificado debidamente, ni por la Presidencia, ni por los legisladores que lo están impulsando.
Desde los inicios de su último año de gobierno, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, AMLO, ha promovido en sus conferencias de prensa matutinas la idea de efectuar la modificación, como un corolario de recriminaciones a fallos de la Corte expresadas por él desde sus primeros años. Con ese fin, en febrero de 2024, envió al Congreso una propuesta de cambio como parte de un “paquete” de iniciativas que han suscitado polémicas considerables.
De ser aprobada la propuesta presidencial en su esencia, las personas que integren la SCJN y, al igual que ellas, todas las juzgadoras, serían electas en comicios, como las diputadas, los diputados, las senadoras y los senadores. Las y los ministros dejarían se ser nombrados por mayoría calificada en el Senado a partir de ternas conformadas por el presidente, como sucede ahora; y las magistradas y los magistrados de circuito, así como las juezas y los jueces de distrito dejarían de ser nombradas y nombrados por el Consejo de la Judicatura. El acceso a todos los puestos del poder judicial federal cambiaría radicalmente.
Para el presidente, con el nuevo método se evitarían decisiones como aquellas que han invalidado decretos promovidos por él y que, asegura, han sido tomadas para contravenir la gran transformación del país emprendida por su gobierno. Generalmente conjuga este alegato con un augurio que tiene fuerza de promesa: se abriría paso a un sistema de impartición de justicia superior al existente, lo que la gran mayoría anhela desde hace mucho.
Quienes están en desacuerdo con el procedimiento que propone López Obrador argumentan que, en el actual sexenio, la SCJN ha hecho lo que debería hacer y ya había hecho antes: establecer cuándo a los poderes ejecutivo y legislativo les ha asistido la razón jurídica y cuándo no ha sido así. Cuestionan además la consistencia y la sinceridad de lo prometido; consideran que, con el nuevo método, se intensificarían los déficits en la impartición de justicia y a ellos se añadirían otros.
Las lógicas de la controversia
Un caso que AMLO trató como ejemplo de actuaciones judiciales injustificables en los primeros años del sexenio es el del veto a la llamada “ley eléctrica”, que redefinía los ámbitos de acción y los derechos de propiedad de empresas dedicadas a formas de generación de energía alternativas a las tradicionales, como la eólica y la solar. Según el Presidente, ese ordenamiento tenía como objetivos principales el de fortalecer la capacidad y la autonomía energéticas de México, y el veto de la Corte los ignoraba en aras de proteger a ciertos inversionistas, principalmente extranjeros. Por su parte, quienes solicitaron la intervención de la Corte y estuvieron de acuerdo con la determinación que ésta tomó opinaron que la ley contradecía preceptos constitucionales y acuerdos internacionales, además de implicar realmente una reducción en la capacidad generativa en el país.
Ese ejemplo nos lleva a una formulación sinóptica del problema tácito que suscitó la controversia argumentativa sobre el nombramiento de los ministros de la SCJN: ¿quién debe tener la última palabra cuando el presidente y la Corte no concuerdan, o cuando el Congreso y la Corte divergen? López Obrador busca que no sea la Corte. Lo ha dicho con palabras muy similares a éstas: ¿por qué las ministras y los ministros no apoyan lo que ya decidieron quienes representan al pueblo? El objetivo de su reforma puede, por lo anterior, sintetizarse así: contar con una Corte políticamente afín al gobierno.
Paradójicamente, los alegatos en favor del cambio centrados en el carácter del máximo tribunal, los principios rectores de sus revisiones jurídicas o el resultado de su trabajo, es decir, los asuntos de fondo, han sido escasos y someros, con poco o ningún sustento. Como en el caso de la ley eléctrica y en otros específicos, el presidente ha sostenido que las sentencias que él considera inaceptables obedecen a una orientación indebidamente motivada de los jueces. Él ha acompañado primordialmente ese planteamiento con descalificaciones a quienes lo cuestionan y rara vez ha respondido propiamente a las contraargumentaciones de ellos. Los círculos centrales de su gobierno y su partido se han dedicado a replicar tal pauta discursiva.
Analistas, comentaristas y actores políticos independientes han señalado la asimetría entre el interés que se confiere a la argumentación presidencial y el que se da a las contraargumentaciones, así como el desbalance entre la atención que se dedica a las personas que critican la iniciativa y la que reciben los contenidos de las críticas. Para quienes impulsaron la transición democrática de fines del siglo XX, las dos inequidades son foco de gran preocupación: su signo es el de la regresión al autoritarismo.
Efectivamente, los acuerdos transicionales y las medidas que les siguieron configuraron un ámbito de inclusión democrática, en el que tenían acceso al foro público todos los puntos de vista y todas las oposiciones, lo que hizo posible la llegada al poder de un candidato y un partido autodenominados de izquierda, la corriente de pensamiento más excluida antes. En cambio, ahora se descartan las razones disidentes, no por su falta de mérito —dado que no se ponderan realmente— sino como una manera de excluir a las oposiciones. Dada la enorme distancia entre el poder comunicativo de la presidencia y el de cualquier otro actor, se trata de una forma de control de las dinámicas de opinión más sutil, pero tanto o más eficaz que las directas del régimen autoritario de partido hegemónico que fue desmontado antes por la transición: es claramente un abuso antidemocrático de poder.
El carácter de la Corte y los retrasos en la justicia: dos temas confusos
AMLO ha sostenido que el problema radica en que la Corte no representa los intereses del pueblo, como sí lo hacen él y los legisladores de su partido, Morena. Considera que por eso el tribunal ha fallado contra él. De ser electos sus integrantes, ellas y ellos tendrían que defender los intereses de sus electores.
La principal contraargumentación a este planteamiento es que la SCJN no es y no debería ser un órgano de representación de intereses, ni los de la mayoría que López Obrador considera como el pueblo, ni los de ninguna de las minorías que también forman parte de éste. La Corte es concebida como un órgano que debe procurar la imparcialidad jurídica, como lo fue su antecesor, el Supremo Tribunal de Justicia para la América Mexicana, establecido por el Decreto Constitucional de José María Morelos en 1814.
En segundo lugar, López Obrador ha afirmado que hay un error en los principios rectores de la Corte cuando revoca decisiones legislativas porque contradicen otros ordenamientos o porque en su aprobación no se han seguido los procedimientos debidos; dice que entonces las y los ministros ponen la ley por encima de la justicia: son “leguleyos” que se guían por tecnicismos.
Quienes refutan ese argumento, han hecho ver que la oposición entre justicia y legalidad es falsa. Para ser justa, una ley tiene que estar de acuerdo con la Constitución y no contraponerse a otras leyes. También tiene que haber sido aprobada de manera legal. La constitucionalidad de una ley y la legalidad en su aprobación se requieren para que la ley sea la misma para todas y todos y para que su interpretación no sea caprichosa o sesgada en favor de un grupo poderoso.
En tercer lugar, el presidente sostiene que la impunidad de muchos delincuentes se debe a irresponsabilidad, cuando no a dolo, de las ministras, los ministros, las magistradas, los magistrados, las juezas y los jueces; además, tiende a atribuir a rezagos de ellas y ellos la acumulación de expedientes no resueltos.
La contraargumentación demuestra con datos estadísticos que la gran mayoría de las liberaciones de presuntos culpables se ha sustentado en la falta de evidencias que puedan avalar sus condenas y, por lo tanto, o eran inocentes en principio o hay errores en la presentación de los casos por parte de las fiscalías, entidades que no pertenecen al Poder Judicial. Se agrega que el retraso en la impartición de justicia se debe también a la ya señalada integración deficiente de expedientes por las fiscalías -los llamados Ministerios Públicos- y, en buena medida, al número insuficiente de personas juzgadoras, no a su falta de compromiso. En otras palabras, al hablar de los problemas de justicia en el país, se está enfocando su impartición, que corresponde al Poder Judicial, y se está dejando fuera la procuración de ella, que corresponde al Poder Ejecutivo y que es, la mayoría de las veces, la primera instancia de contacto de la ciudadanía con los procesos legales. La visita al ministerio público, por todas sus insuficiencias, desalienta con frecuencia la continuación de un proceso legal. Sin embargo, el proyecto de reforma no lo menciona siquiera.
¿Una mejor impartición de justicia?
La debilidad mayor de la argumentación para promover la iniciativa de reforma es que no ha ofrecido razones para pensar que, aún si las apreciaciones de AMLO fueran válidas, el nuevo método redundaría en una mejor impartición de justicia. ¿Por qué elegir a los jueces en urnas haría que sus resoluciones fueran más expeditas y de mayor calidad? Más bien, cabría temer que las nuevas personas juzgadoras fueran menos aptas y que estarían sujetas a mayores presiones extrajurídicas que las actuales, como ha sucedido en Bolivia. Aunado a ello, las personas electas deberían lealtad a quienes les ayudaran a organizar y promover sus candidaturas, difícilmente grupos ajenos a los poderes fácticos y a los partidos políticos. Lo que el nuevo método dejaría fuera es el control plural que reside en el principio de mayoría senatorial calificada y los controles de pericia técnica que implica la evaluación del Consejo de la Judicatura.
De las objeciones de fondo se ha derivado una conclusión general: la iniciativa de reforma no partió de un diagnóstico pertinente y serio de los problemas de justicia, por lo cual parece que su objetivo real no es resolverlos. Si a ello se añade la complejidad operativa que revestiría la transición del método vigente al nuevo propuesto y los presupuestos que requeriría, no es viable que se efectúe en los tiempos que se estipulan. Se trata, entonces, o de una reforma que se quedará trunca o de un camino para remover la actual Suprema Corte que le resulta incómoda al presidente (y cuya recomposición sería su legado para el nuevo gobierno).
Observaciones empíricas indican que, cuando en un grupo de personas se presentan sólo los argumentos presidenciales, casi todas ven favorablemente la propuesta de cambiar el método de nombramiento de la Corte; pero cuando se presentan, tanto esos argumentos como las refutaciones, las preferencias por cambiar o mantener el método actual se dividen en proporciones más o menos comparables (y un porcentaje permanece indeciso). Muy probablemente, es debido a que sus planteamientos de fondo no se sostienen frente a las críticas, que López Obrador ha dedicado sus esfuerzos, no a contestarlas, sino a excluirlas de la discusión por medio de descalificaciones a quienes las formulan. Como ya lo notaban los estudiosos de la retórica en la Grecia clásica y en el Medioevo, generalmente es más fácil descalificar emisores que presentar argumentos de fondo o replicar contraargumentaciones. También es más difícil para quien refuta defenderse al mismo tiempo de una descalificación; si la persona que contraargumenta es vista como carente de autoridad para cuestionar un argumento presidencial, difícilmente podrá concedérsele potestad para autodefenderse.
Las descalificaciones que buscan que se ignore o desestime el desacuerdo con la iniciativa se han concentrado en tachar a sus emisores de “conservadores”: al igual que las y los ministros impugnados por AMLO, los opositores al cambio, para conservar sus privilegios, serían contrarios a todo lo que él impulsa. Esto tiende a enmarcarse en una concepción polarizada y polarizante, característica del discurso de los gobernantes populistas, de acuerdo con la cual si alguien no está con López Obrador está contra él y contra el pueblo. La tendencia autocratizante que ya se ha mencionado no deja cabida para posturas reflexivas genuinas, ni para alguna pluralidad de puntos de vista.
Cabe mencionar que esas descalificaciones muchas veces van aunadas de otras estrategias que también han sido recurrentes en los discursos populistas autocratizantes, como el insulto a los críticos o el desplazamiento hacia otros temas supuestamente relacionados con ellos, pero no con la discusión sobre la Corte. Las respuestas gubernamentales han sido reforzadas con la divulgación indebida de datos personales, que por ley el gobierno debiera resguardar y, que en esos casos, sólo pueden ser leídas como amenazas. Más aún, han adquirido el carácter de represión en algunos ejemplos notorios, pues han sido seguidas de acusaciones legales que no han podido ser probadas, pero sí han causado daño moral e implicado gastos de defensa a quienes ejercieron su libertad democrática de cuestionar.
Por lo mismo, es ominosa sin duda la aprobación hoy por el Instituto Nacional Electoral, INE, de una distribución de escaños en la Cámara de Diputados de la próxima legislatura que permitirá a la facción alineada con el presidente efectuar la reforma. En las elecciones federales de junio pasado, la coalición oficialista obtuvo 54% de los votos emitidos y tendrá 72% de las curules, más del 70% que requieren las modificaciones constitucionales. Expertos en materia electoral y exconsejeros del INE han señalado que esa sobrerrepresentación de 18% se apoya en interpretaciones de la ley que no se sostienen.
Además, los representantes de la coalición alegan que el 54% de votos que obtuvieron conlleva un mandato de efectuar la reforma y ello justifica la sobrerrepresentación. Por supuesto, esta argumentación está fuera de lugar. La necesidad de una mayoría calificada en la legislatura, igual o superior al mencionado 70%, refleja un principio democrático: para modificar el régimen estatal – en este caso un cambio en la relación entre los poderes- se requiere un consenso muy amplio entre la ciudadanía. En segundo lugar, aunque la reforma de la Corte se encontraba entre los temas de campaña de la candidata oficial, los resultados de las encuestas de salida en las elecciones federales de junio pasado no lo incluyen entre las razones por las cuales votaron por ella.
En mayor detalle, es muy plausible inferir que una mayoría significativa de los votos opositores al partido oficialista, 46% de los emitidos, fue de personas que percibieron (en diversos grados) los peligros para la democracia. A ello apuntan, además de la diversidad de fuentes y de formas de contraargumentación que hemos sintetizado aquí, las mencionadas encuestas de salida y las movilizaciones de la sociedad civil que tuvieron lugar los últimos dos años, precisamente en defensa de la Corte y de las instituciones democráticas. Además, encuestas previas y posteriores registran una aprobación considerable de la Corte y un desconocimiento de los argumentos y las refutaciones en torno a la reforma.
Lo que sí se aprecia, tanto en las encuestas de salida como en las pre y post electorales, es una valoración mayormente positiva del presidente y de la candidata de su partido, conjuntamente con valoraciones más negativas que positivas de las y los actores de la oposición. Es muy probable que la controversia sobre la Corte haya contribuido a esta percepción, aunque no sería fácil estimar en qué medida, pues AMLO ha suscitado muchas otras polémicas con argumentos similarmente débiles y ha respondido a las refutaciones de maneras análogas. Puede ser, entonces, una acumulación de resultados causados por sus descalificaciones, insultos y desplazamientos temáticos que produce un acallamiento propagandístico que ha perjudicado a las oposiciones y, correlativamente, beneficiado a su imagen y la de la presidenta electa.
Ante ese silenciamiento de las críticas y las refutaciones a la iniciativa de reforma, las y los jueces de la Asociación JUFED han optado por la movilización silenciosa en todo el país; movilización que acaba de ser calificada de “golpe de estado” por el exministro Saldívar, el mismo que renunció a su investidura de juez para incorporarse al gabinete de la próxima presidenta y se ha convertido en el principal propagandista de la iniciativa. Este mero hecho bastaría para responder la pregunta raíz de la controversia de la misma manera en que ya la había respondido Morelos, al incluir en el nombre del Tribunal de Justicia el adjetivo “Supremo”: cuando la controversia es por la correcta aplicación de las leyes o por la consistencia entre unas y otras, la última palabra debería tenerla el Poder Judicial, no el Ejecutivo, ni el Legislativo. No está de más recordar que, en los congresos constituyentes de 1857 y 1917, la misma respuesta fue, no sólo reiterada, al mantenerse el adjetivo “Suprema” cuando se cambió el núcleo nominal de “Tribunal” a “Corte”, sino subrayada y apuntalada, al establecerse el juicio de amparo, precisamente para proteger a la ciudadanía de los abusos de los poderes Ejecutivo y Legislativo. Tampoco sobra mencionar que ése es, en el fondo, el espíritu del artículo 41 de la Convención Interamericana de Derechos Humanos, invocado por la JUFED.