En enero de 2017 viajé a Acapulco, para dar un curso breve, invitada por Martín Fierro, profesor del Instituto Internacional de Estudios Políticos Avanzados Ignacio Manuel Altamirano (IIEPA) de la Universidad de Guerrero. Fue una experiencia grata. El grupo, unos 15 estudiantes de maestría fue entusiasta y participativo. Tenían proyectos de investigación bien sustentados, y Martín, su profesor, se incorporó al curso como un alumno más. Fue una gran satisfacción encontrar un conjunto académico sólido en una institución que estaba preparando especialistas en ciencia política que se integrarían al gobierno, al periodismo o a la academia y que, lejos de explicaciones trilladas, buscaban nuevas perspectivas teóricas y hacían investigación empírica con verdadero afán de conocimiento. El IIEPA estaba en un edificio amplio, bien equipado y cómodo y contaba con varios profesores y profesoras jóvenes además de Martín y del doctor Raúl Fernández, entonces director del centro, quien también estuvo presente en algunas de las sesiones. Era también profesor el doctor Rogelio Ortega, quien fuera director del Instituto y Secretario de la Universidad antes de ser designado gobernador interino de Guerrero a la renuncia de Ángel Aguirre, como consecuencia de la desaparición de estudiantes en Ayotzinapa. Recién reincorporado a su curso de Teoría Política, me acompañó en una conferencia para celebrar el aniversario del IIEPA.
Luego de un fallido alojamiento en un hotel para agentes viajeros, cuya ventana se abría sobre un triste paisaje de azoteas, mis anfitriones me mudaron al Hotel Malibú sobre la Costera, en los límites entre el viejo y el nuevo Acapulco, aunque aún lejos del pretencioso Acapulco Diamante. El traslado al instituto tomaba una media hora, en medio de un tráfico denso y calles empinadas y mal pavimentadas hacia la parte alta de la ciudad, no lejos del centro. Después de los grandes hoteles y edificios de departamentos en la avenida, llamaban mi atención en el camino las viejísimas construcciones del Acapulco original, los barrotes y rejas en casas y tiendas que se atendían a través de una ventanita, los muchos policías y los retenes con soldados y marinos. Al mismo tiempo, descubría una ciudad en inacabable expansión, llena de contradicciones, desigualdades y espacios olvidados, donde al lado de turistas de todas clases sociales, vivía un pueblo ruidoso y desordenado. Pero, a pesar de las calles sucias y descuidadas y de los edificios grandilocuentes que surgían agresivamente por todas partes, caminar por la Costera seguía siendo un placer y salir a la orilla del mar un regalo para la vista y para el espíritu.
Atrapado entre dos grandes hoteles modernos, el Malibú, un edificio pequeño, con habitaciones semicirculares y un excelente restaurant, era vestigio amable de un Acapulco de otra época. En las tardes, un pianista tocaba música de Cole Porter y parejas de viejos norteamericanos y australianos llegaban a cenar a la orilla de la alberca. Había también algunos personajes misteriosos. Una tarde en que bajé a la playa y me senté en una silla de madera contra la barda, oí a un par de guardaespaldas a quienes se les había encargado comenzar con una campaña política : su tarea era crear “unas cuatro o cinco asociaciones -de lo que sea-“ y empezar a “hacer ruido” en Acapulco y en Chilpancingo. El objetivo, para mi sorpresa, parecía ser la presidencia de la República; el partido del que hablaban, posiblemente el PRI. Me quedé quieta hasta que se retiraron y luego regresé a mi habitación.
Viejo, nuevo, deslumbrante, cuna de políticos corruptos, refugio de pensionados, de delincuentes, de escaladores sociales de todo tipo, Acapulco me despertaba una pléyade de recuerdos infantiles y de adolescencia: las vacaciones familiares en una casa rentada, el viaje a la Roqueta en la lancha con fondo de cristal, las agotadoras jornadas de olas en Revolcadero, la visita al mercado desbordado de fruta, los jardines del Hotel Papagayo, la puesta de sol en Pie de la Cuesta. Los nuevos amigos multiplicaron los recuerdos. Raúl Fernández y yo descubrimos que habíamos pasado por la Facultad casi al mismo tiempo y teníamos numerosas anécdotas en común. De ellas, de la política guerrerense, del trabajo de fortalecimiento del IIEPA y de la buena experiencia del curso, hablamos la última tarde camino a la sorpresa que mis anfitriones me habían reservado.
El automóvil de Raúl subió la colina a la altura de Caletilla y siguió arriba hasta el edificio rojo del Flamingos, hotel que yo no conocía, pero que durante tres o cuatro décadas resumió un espléndido capítulo de la frivolidad acapulqueña. Construido por Johny Weissmuller, el Tarzán de las películas de Hollywood, en los años cuarentas o cincuentas del siglo pasado, el Flamingos reunía a estrellas de cine, políticos, artistas plásticos que pasaban ahí largas temporadas. Desde sus jardines, maravillosamente conservados al igual que sus habitaciones y espacios, pudimos ver la bahía entera mientras una orquesta tocaba cumbias y el actual dueño -un viejo mesero que, según cuentan, heredó de Tarzán la propiedad completa – vigilaba personalmente que se sirviera el pozole verde.
¿Qué va a permanecer de ese Acapulco que conocí primero de joven, que reencontré hace seis años y que ahí estaba en 2021, cuando regresé un solo día durante el IX Congreso de Ciencia Política en el flamante auditorio del IIEPA? Las fotos y videos muestran solamente destrucción y desolación después del paso del huracán Otis. El arquitecto Felipe Leal dijo en una entrevista que posiblemente los hoteles viejos, como el Flamingos, hayan resistido mejor que los nuevos, hechos sin diseño sólido y con materiales endebles. Ojalá sea así y ojalá que el Malibú, a la orilla del mar también haya resistido el embate del viento devastador.
Más preocupante es la fragmentada sociedad acapulqueña. La recuperación después de una catástrofe requiere de resiliencia, entendida como la capacidad de sobreponerse y recomenzar, que a su vez se basa en eso que los sociólogos llamamos “capital social” y que se construye de confianza, solidaridad, asociatividad y organización. Poco sentí de eso durante mi estancia en 2017. Había más bien desconfianza frente al turista, frente a quienes inflan los precios de los servicios, frente al cobrador de cuotas ilegales en los negocios, frente al rico que gasta dinero sin darse cuenta de la miseria circundante. La solidaridad estaba en lugares como el instituto donde di clase: centros pequeños con grupos de jóvenes idealistas y bien preparados. En contraste, las asociaciones estaban al parecer, en manos de políticos que las usaban para fines muy particulares. Para 2021, cuando regresé, los problemas habían aumentado y las conversaciones incluían el temor a la delincuencia organizada, la decepción con los procesos políticos locales, la lenta recuperación después del Covid 19 y el desconcierto ante un gobierno errático en manos de una gobernadora más inclinada a mostrar su belleza en fotografías oportunas que a la solución de los urgentes problemas del estado. Sobraban delitos y muertes violentas y faltaba la solidaridad, la confianza, la organización. Esas carencias que se han puesto de manifiesto desde el primer momento, cuando la respuesta inicial después del desastre fue el saqueo, el pillaje y la desesperanza.
Los guerrerenses piden ayuda al gobierno y, sin duda tanto el gobierno local como el federal están obligados a responder con energía, claridad y recursos de todo tipo a esa demanda, pero experiencias como la del sismo de 85 y del de 2017 e incluso la pandemia de 2020 y 21 han demostrado que la verdadera capacidad de resistencia está en la sociedad civil organizada. Cuando pregunté a mis amigos de Acapulco cómo se encontraban después del paso del huracán, contestaron: “listos para empezar a limpiar el IIEPA”. Imaginé que, por muchos daños que tenga su edificio, el primer paso de ese grupo ya está dado para ponerlo nuevamente en pie, junto con sus tareas educativas y de investigación. Pero no es seguro que el resto de la sociedad guerrerense, desgastada por años de abandono e inseguridad, tenga esa preparación y ese espíritu de compromiso con sus comunidades. Empresarios, jóvenes, familias, universidades, prestadores de servicios, deberán trabajar conjuntamente para buscar soluciones y emprender tareas no solo en Acapulco, sino en todo el estado. Habrá que limpiar, edificar, reconstruir caminos, diseñar planes de recuperación, vigilar repartos de víveres y recursos monetarios, poner en marcha acciones de sanidad y de atención a niños y ancianos, atraer turistas nuevamente. Las próximas semanas pondrán a prueba la fuerza de la población local, su imaginación, talento y decisión para enfrentar en forma organizada y solidaria un largo periodo de reconstrucción que va a requerir de un apoyo del gobierno, pero sobre todo, de un muy grande y generoso esfuerzo de la sociedad civil de Guerrero. ¿Tendrán los guerrerenses esa capacidad o el desgaste social y la violencia interna de décadas habrá minado seriamente sus posibilidades de recuperación y acción colectiva? La respuesta puede significar la desaparición o la vuelta a la vida de la ciudad que desde antes del huracán, enfrentaba muy serios problemas y que ha sido clave en la economía y fisonomía del estado.
Estimada maestra Puga, la felicito por el claro y objetivo análisis sociológico de la problemática de Acapulco, de antes del ciclón, y de la situación posterior al ciclón. La reconstrucción de Acapulco sobre nuevos paradigmas es imprescindible.
EXCELENTE ESPACIO DE REFLEXION