La voluntad de entender es un rasgo constitutivo del ser humano, una característica ineludible de su ser. De aquí, de este impulso, se deriva en primer lugar la curiosidad científica. Procurar satisfacerla, dedicarse a la investigación, es, por lo tanto, un derecho fundamental.
La formulación de preguntas y la búsqueda de respuestas tienen también un valor primordial para la sociedad. Nos podemos poner de acuerdo para actuar conjuntamente porque sabemos que sabemos o, al menos, que podemos averiguar. Cuidar las condiciones que hacen posible la mejor investigación es, por lo tanto, un asunto de responsabilidad social.
Como individuos y como sociedad, somos la especie que se ha dado el nombre de sapiens, palabra latina que, por su declinación, corresponde al agente y supone una capacidad agentiva: somos los homínidos que se dan el conocimiento porque lo buscan, porque lo crean. Obrar contra la investigación científica sería atentar contra nuestra naturaleza y, por lo tanto, sería inmoral.
Quien se dedica a investigar, en ello y por ello, se realiza como sapiens de una manera muy profunda. Igualmente, la sociedad en la que se cultiva la ciencia se dignifica como humana, por eso y en consecuencia de eso. La ciencia tiene un valor en sí y por sí.
Ello es lo que explica que las científicas y los científicos se hayan preparado largo tiempo para serlo y dediquen sus esfuerzos también año con año y década con década a enfrentar las dificultades que entraña el mero tratar de vencer la ignorancia. En ese trabajo radica ya una de las recompensas más gratas que puede obtener cualquier persona, la de ratificarse plenamente; y ahí, en la tarea misma, se encuentra también un gusto incomparable, el de hacer patente la pertenencia al género que se reconoce en la interrelación y en la producción de conocimiento.
Por ese valor intrínseco, la investigación ha sido apreciada en todas las culturas y en todas las épocas. Además, y cada vez con mayor claridad, los líderes visionarios advierten que las ciencias tienen una utilidad enorme, aunque no es fácil captar las conexiones entre los descubrimientos y la innovación práctica.
Hace cincuenta años, Corea y México tenían índices económicos comparables, y hoy el producto bruto por habitante en el país asiático es muy superior al que logramos nosotros. Lo mismo sucede con el salario mínimo: allá, es equivalente a más de ocho veces el de aquí. Uno de los factores principales de esa diferencia es que ellos han invertido en investigación científica porcentajes significativos de los ingresos que generan, durante estas cinco décadas; nosotros hemos destinado cantidades mínimas, y sólo durante treinta años. Lo más preocupante es que estamos dejando de hacer siquiera ese ínfimo.
Pero antes y después del provecho productivo, las ciencias tienen otras aplicaciones, que hacen posible el trabajo y le dan sentido existencial. Cualquiera de ellas sería suficiente para justificar la actividad científica. Pensemos en dos. La primera, en México, hoy, la esperanza de vida es de 77 años, 20 más que en 1960, y la causa principal de este cambio es que, gracias a la investigación biomédica, ha avanzado nuestra comprensión de la salud y la enfermedad. Y la segunda, cada lustro y, estrictamente, todos los años, se han ido introduciendo a la conversación cotidiana palabras y frases que ahora empleamos para discutir y organizar la vida política, como “esfera civil”, “transparencia democrática”, “narrativa populista” y “perspectiva transversal de género”. Estos términos, que provienen de las ciencias humanas y sociales, propician y sintetizan diálogos entre el conocimiento que esas disciplinas producen y el saber práctico, que se genera cuando nos comunicamos unas personas con otras.
Por esas razones, porque hacer investigación es un derecho humano, porque la posibilidad de la comprensión científica es constitutiva de la sociedad y porque la actividad de las y los investigadores redunda en beneficios múltiples, velar por las condiciones de acceso a la investigación es un deber de las repúblicas democráticas. La república es una manera de gobernarse que se da la sociedad para mejorarse a sí misma, y si un régimen no cuida las condiciones en las que puede florecer la ciencia, no merece llamarse así. En México, decirse republicano implica comprometerse con un incremento verdadero de los recursos públicos que se dedican a las ciencias. No es algo que se pueda dejar sólo a la voluntad de los particulares.
La democracia es una manera de ejercer el poder, una forma de relación entre el gobierno y los gobernados, que en primer lugar, garantiza los derechos de los gobernados y subraya las obligaciones de los gobernantes. En México, en materia de ciencia, democracia quiere decir garantizar la libertad de cátedra y, por lo tanto, la autonomía de las instituciones de educación superior. A investigar se aprende investigando, y se aprende mejor cuando los estudiantes y los investigadores se vinculan porque el entendimiento está por encima de los intereses comerciales y partidistas.
Pero, ¿por qué es necesario defender la causa del trabajo científico? ¿Por qué los gobiernos del país no han visto su importancia o, si la han visto, no la han reconocido? La explicación básica es que los efectos de las ciencias se dan en plazos largos y requieren que sus resultados se conjuguen; pero los políticos, y sobre todo los gobernantes, piensan en plazos cortos y se concentran en factores aislados. Aunque las innovaciones tecnológicas se dan en ciclos cada vez más cortos, en algunos casos, semestrales ya, la ciencia de la que dependen se ha ido acumulando a lo largo, no de décadas, sino de siglos, y viéndolo bien, de milenios. Los avances biomédicos de hoy no serían posibles sin los estudios químicos de lo que hoy conocemos como DNA, que se iniciaron en 1869, ni sin la caracterización de los intercambios eléctricos en la membrana celular, que a su vez hubiera sido imposible sin unas técnicas de colorimetría que tuvieron un desarrollo clave en la década de 1970.
Ningún político suizo interesado en los votos de 1875 pudiera haber imaginado que los análisis de vendas de enfermos que habían empezado a hacer unos compatriotas suyos seis años antes pudieran acabar, ocho décadas después y en otro país, dando cuenta de la herencia genética. Menos hubiera podido prever que lo alcanzado a los ciento cincuenta años fuera la base para atender males antes incurables. Ir desmadejando la ignorancia de la enfermedad ha sido posible porque los científicos que siguieron el hilo estaban comprometidos con llegar a la verdad: porque sus códigos de indagación y verificación no estaban subordinados a la lógica de los políticos.
Pero Suiza, que ha entendido eso, sí ha dotado a sus universidades y a sus centros públicos de investigación de recursos para que, quienes tienen vocación científica, puedan dedicarse a desmadejar otras incógnitas, aunque los políticos suizos no puedan ver hasta dónde habrá de llegarse. Y, gracias a ello, Suiza es una potencia, no sólo en la industria de los medicamentos, sino en muchos otros campos.
Un político podría, en su momento, haber pensado que las investigaciones que llevaron al hombre a la luna serían inútiles, porque no era capaz de ver su conexión con otras antecedentes y, menos, con las consecuentes. Pero hoy se puede transmitir la información sobre el pulso cardiaco de los sucesores de ese político gracias a las telecomunicaciones que aquel viaje inauguró, validó e impulsó; y esa transmisión les puede salvar la vida.
Lo mismo ocurre en todos los órdenes. Hoy se sabe que la legitimidad propiamente democrática se sustenta en la esfera civil. La sociología política contemporánea enseña que no podría ser de otra manera, porque al respecto un gobierno no puede ser juez y parte. Pero haber llegado a esta explicación, tan simple y tan clara, necesitó antes de un análisis del discurso deliberativo, y de sus diferencias con el impositivo, lo cual fue un proceso largo, que iniciaron en los años 70 filósofos alemanes preocupados por volver comprensible la irracionalidad del nazismo. Los juicios de legitimidad suponen un ejercicio verdaderamente libre de la razón.
Darse cuenta de la importancia que, para la democracia, tiene la relación entre el sistema político y la esfera civil, requirió también haber analizado la evolución de los traumas sociales, lo que ocurrió acuciosamente a fines del siglo pasado y a principios de éste. Los méritos y los desaciertos gubernamentales que finalmente quedan en la memoria colectiva son los que se significan desde la pluralidad ideológica que define al ámbito civil, los que se nombran y narran de manera aceptable para todos.
En mayor detalle, no podríamos ver que la relación entre lo político y lo civil queda consignada en las designaciones, las narrativas y las deliberaciones, si a principios de los años 30 del siglo XX alguien no se hubiera preguntado cómo leemos una metáfora. Lo que ahora empezamos a explicarnos, como consecuencia de aquella duda cándida, es que, al usar las palabras, activamos y creamos redes de conceptos, normas y valores: construimos el mundo del sentido que guía nuestro andar por los mundos social y físico.
Entonces, en cualquier nación es bueno que la investigación responda a las exigencias de la ciencia, y no a los mandatos de los políticos; lo es para la política misma, no sólo para la ciencia. En un país como México, es imprescindible que esa premisa estructure la política científica. Sólo así podrán corregirse sus déficits.
¿Cómo podrá el mundo enfrentar el calentamiento global, si frases como “huella de carbón” y “justicia climática” no entran a la conversación cotidiana con toda su fuerza conceptual? ¿Cómo podría nuestro país asumir su papel en este reto vital para la civilización, si no se da aquí su lugar a la ciencia? ¿Y cómo podrían las disciplinas naturales, humanísticas y sociales interactuar y aportar a la búsqueda de soluciones, si los códigos de indagación verdadera que las orientan son sustituidos por consignas políticas?
Porque temo que la mala política sea la que responda tales preguntas, estoy convencido que iniciativas como las que impulsan ahora el Movimiento ProCienciaMx y el Foro Consultivo Científico y Tecnológico merecen el apoyo, no sólo de todos los investigadores y los buenos políticos, sino también de cualquier persona que se interese por los asuntos públicos desde una perspectiva republicana y democrática.