La actual crisis constitucional de Bolivia es producto, en buena medida, de la rigidez del presidencialismo. Si la analizamos en perspectiva comparada, vemos que en ese país, como en otros de América Latina, el sistema presidencial fácilmente adquiere un carácter «Cesarista», en el sentido gramsciano del término. Advertimos también que ello es posible como consecuencia de las limitaciones de los actores colectivos en las democracias de la región. Por la baja calidad que éstas tienen, se exacerba aquí el primer gran riesgo del presidencialismo: que una crisis de gobierno se convierta en crisis del sistema.
El presidencialismo y la inestabilidad de la democracia en América Latina
A casi treinta años del inicio de la tercera ola de la democratización en América Latina, varios países de la región experimentan diversos grados de inestabilidad a pesar de que están presentes varias de las condiciones básicas de las democracias. En 2019 se han presentado varios episodios que han cristalizado tal inestabilidad: las protestas en Chile, el autoritarismo en Venezuela, las tendencias autoritarias y por tanto represivas en Nicaragua, la polarización en México, Brasil y Perú, solo por mencionar. Dicha inestabilidad se ha tratado de interpretar a partir de posiciones ideológicas extremas y en cierto grado simplistas pero con un alto impacto en el discurso: las izquierdas y las derechas en la región (políticos e intelectuales por igual) utilizan una retórica schmittiana con el objetivo de anular al adversario sin asumir responsabilidades de la situación. Una variable constante de estas crisis sigue siendo institucional: la rigidez del sistema presidencial. El caso de la crisis constitucional en Bolivia en 2019, que implicó la renuncia del presidente Evo Morales y que algunos han calificado de “Golpe de Estado”, utilizando de manera forzada dicha categoría, es producto precisamente de esa rigidez del sistema presidencial. Ni siquiera la Constitución de 2009, con apenas diez años en funcionamiento y a pesar de la incorporación de elementos que reconocen la cualidad plurinacional de ese país, logró superar una crisis entre gobierno y oposición, lo que abrió la ventana para deslizar una solución “sugerida” por las fuerzas armadas.
La debilidad de un presidencialismo fuerte
El presidencialismo es una forma de gobierno que esencialmente centra las capacidades de la acción gubernamental en una figura unitaria: el Presidente. No solo es jefe del gobierno y por lo tanto de la administración pública, sino que también es Jefe de Estado, y consecuentemente representante supremo de una comunidad política. Esta doble función genera problemas si los otros poderes no son autónomos e independientes, si el sistema de partidos no está institucionalizado y está fragmentado, y si no existe una profunda interiorización del rule of law. Súmese a la baja calidad de la persecución de los delitos y la pésima impartición de la justicia. En América Latina cometer delitos y corromperse, en suma, violar sistemáticamente la ley, tienen un costo muy bajo y beneficios muy altos. Quienes aspiran a la presidencia en América Latina, suelen presentarse en cada campaña electoral como la encarnación de la solución a todos los problemas sociales que padecen los ciudadanos. Cuando las situaciones de encono se agravan, esta lógica adquiere el matiz “Cesarista” en sentido gramsciano. Tal y como lo señaló en 1939 Peralta Pizzarro, el Cesarismo en la región es esa solución arbitraria y centrada en una personalidad, que se presenta como necesaria ante la incapacidad de los actores colectivos de encontrar soluciones profundas fundadas en acuerdos que reconozcan el pluralismo. Esta lógica ha permanecido en mayor o menor medida a lo largo del tiempo, y aflora con fuerza cuando los sistemas políticos no logran procesar las demandas del sistema social, y sobre todo cuando las respuestas tienen baja eficiencia y efectividad. A diferencia de los sistemas parlamentarios, en los sistemas presidenciales las crisis de gobierno se puede convertir en una crisis del sistema. En los parlamentarismos la destitución o sustitución del Ejecutivo, encarnado en el Jefe de Gobierno es natural y hace fluida la política entre facciones. Ello puede suceder por la vía electoral o por la reconfiguración de las coaliciones gobernantes. Los partidos, organizados claramente como gobierno y oposición, están obligados a respetar en mayor medida el compromiso institucional, pues son copartícipes del funcionamiento del gobierno desde el parlamento. El Jefe de Estado está por encima de las reyertas entre partidos, por lo tanto es un árbitro pero también es un símbolo de la estabilidad. En el presidencialismo portotípico de los países latinoamericanos, la fusión de esta figura en una sola persona, y sin un adecuado funcionamiento de los otros poderes, genera que la crisis de un gobierno se convierta en la crisis del sistema en sí.
La importancia de las reglas
La crisis constitucional en Bolivia de noviembre de 2019 puede entenderse entonces como resultado de los defectos del diseño presidencial en ese país y también y sobre todo, la tendencia de los líderes políticos a no respetar la reglas democráticas. Una democracia solo funciona si las reglas para acceder, permanecer y salir del juego político se mantienen estables a lo largo del tiempo; si las reglas cambian constantemente no se genera confianza en la democracia. Si los líderes las interpretan a su modo, si las cambian para favorecer a su grupo, partido o movimiento; o si las desconocen abiertamente, solo se pueden esperar resultados como la instabilidad o crisis del sistema. La Constitución Boliviana de 2009 incorporó reivindicaciones históricas sustanciales, como el reconocimiento de los derechos de los indígenas, no como sujetos tutelados por el Estado, sino como ciudadanos plenos que participan en la política. Pero esa misma Constitución también creó un intrincado sistema de pesos y contrapesos que, sin la debida institucionalidad, sucumbió a la cooptación de un partido-movimiento, que vió en las nuevas instituciones una agencia de colocación de partidarios en empleos públicos.
No hay duda que el liderazgo de Evo Morales fue esencial para modificar las relaciones de poder en Bolivia, que hasta antes de su llegada favorecían a una oligarquía. No solo se convirtió en el primer presidente indígena en sus casi 200 años de historia independiente, en un país dónde hasta finales del siglo XX casi la mitad de la población se asumía como indígena; también encabezó una serie de reformas económicas para modificar el rol del Estado en la economía, sobre todo con la nacionalización de la industria de los hidrocarburos en 2006. Su renuncia no solo obedeció a las circunstancias de un momento derivado de dudas sobre la limpieza de un proceso electoral, sino que solo es el resultado de su obcecada inclinación a perpetuarse en el poder. Apoyándose en su partido movimiento manipuló al Tribunal Electoral y al Tribunal Constitucional para presentarse a una cuarta elección, aún cuando la Constitución que él mismo promovió la prohibía explícitamente. Manipuló para promover una pregunta engañosa en un referéndum en 2016, que sin embargo al final fue muy claro: el 52% dijo que no está a favor de su reelección, un indicio de que algo no iba bien. El uso faccioso de las instituciones judiciales y la falsa invocación de los derechos humanos en 2017, le permitió presentarse finalmente como candidato en 2019. Los indicios de fraude en la primera vuelta fueron solo la gota que derramó el vaso para provocar una crisis que ni su actitud conciliadora podía frenar. La oposición jugó sus cartas igualmente, apoyada en un alto porcentaje de votos que favorecía al segundo competido en la contienda presidencial. Apelar al fraude no es un comportamiento extraño de las oposiciones, tanto de izquierda como de derecha, cuando los resultados son cerrados; es una estrategia racional para tratar de incidir en la balanza.
El factor militar
Pero el resultado no hubiera sido tan grave si la ruptura de la coalición gobernante no estuviera signada por la presencia de los militares. Evo Morales, como gobernante, se apoyó en el sector militar para promover políticas públicas, y esa intervención los politizó. De otra manera no se entiende que a partir de una titubeante sugerencia de un militar que hasta hacía pocas semanas era su aliado, desencadenara una crisis. El caso de Bolivia es muestra de los síntomas que padece la democracia en América Latina: la dificultad de consolidarla por la vía institucional y la tendencia de los líderes y partidos políticos a polarizar las posiciones políticas al extremo. Izquierda y Derecha ya no son posiciones antitéticas como decía Norberto Bobbio, sino posiciones pobres en ideas, pragmáticas en sus proyectos y oportunistas frente a la ciudadanía. El futuro inmediato de la democracia en América Latina es preocupante.