Con la frase debido proceso se hace referencia a un principio que tiene su origen en la Magna Carta Libertatum firmada por el rey Juan de Inglaterra, en 1215, para apaciguar a núcleos significativos de inconformes con su mandato. En este documento, el monarca promete y compromete a toda su descendencia a velar porque nadie sea encarcelado sin haber sido juzgado propiamente. De esta manera que subraya el valor ético y la importancia política de la libertad, se inicia la prolongada construcción de la democracia británica.
La Magna Carta también establece, como fundamento de la relación entre la monarquía y los súbditos, que en el reino habrá de procurarse la justicia expedita. Este principio, el de garantizar los derechos de las víctimas, es tan importante en las democracias contemporáneas de calidad, como el primero, el de garantizar los derechos de los acusados.
De hecho, por debido proceso se entiende hoy la observancia de preceptos que buscan conjugar de manera óptima ambas garantías. Por eso, en los países que se acercan a ese ideal, la revisión de un proceso que se presume fue conducido indebidamente puede concluir de varias maneras. Las principales son tres: a) se ratifica la sentencia original; b) se declara improcedente la acusación que dio origen al proceso, de una manera que impide que el acusado pueda volver a ser juzgado por lo mismo; o c) se determina que el proceso debe reponerse, de una manera que deje fuera los vicios que lo convirtieron en indebido. Otros resultados posibles pueden verse como derivados de combinaciones parciales de éstos.
La filosofía y la sociología políticas, así como la historia, explican el valor de la garantía dual en términos simples y profundos: encarna, hace visible e impulsa la noción de justicia como imparcialidad. Expresa, por ende, la premisa fundamental del estado de derecho democrático: la igualdad de todas y todos los ciudadanos ante la ley,
Sin embargo, en México, se ha ido extendiendo la percepción de que, para el Estado, el debido proceso es unidimensional, y está consagrado sólo a la protección de los acusados. En los últimos lustros, la revisión de procesos judiciales notorios ha tendido a concluir que éstos eran improcedentes y que deben ser liberados sin más los presuntos convictos: personas que habían sido catalogadas como jefes de cárteles criminales, secuestradores asesinos o líderes sindicales corruptos. No hay en la memoria pública casos de ratificación de la sentencia original ni de reposición del proceso a acusados que pertenezcan a dichos conjuntos.
Es posible que tal percepción sea infundada, y que se deba a una dinámica mediática comprensible: son noticia las resoluciones contrarias a las expectativas. En tal caso, se requeriría que hicieran esfuerzos especiales de comunicación, tanto el Poder Ejecutivo, en su calidad de encargado de la procuración de justicia, como el Poder Judicial, responsable de la impartición de justicia. Pero hay indicios de que esos dos poderes y, sobre todo, el Legislativo sí han sido omisos en lo relativo a los derechos de las víctimas. En este caso, lo que se requeriría es un esfuerzo mayor para definir cómo deben procesarse los procesos que se presumen fueron indebidos.
Muy probablemente la situación actual es encomiable en sus raíces principales. Durante el régimen de partido hegemónico, se pensaba que el gobierno encarcelaba indebidamente a opositores políticos. Se veía, muchas veces con sustento válido, que se trataba de medidas de represalia, de disuasión o de mera propaganda. En la transición a la democracia y durante los años posteriores a la primera alternancia, una de las demandas principales de cambio fue que cesaran esos abusos. Pero desafortunadamente, lo que ahora se ve, quizá otra vez con razón, es que, al amparo de dicho objetivo, se excarcela indebidamente a aliados políticos.
La incógnita no es menor, ya que un exceso de poder no necesariamente excluye el otro. Se puede encarcelar y excarcelar indebidamente a la misma persona. Pero debería hacerse todo lo posible por resolver los problemas que entraña o, al menos, empezar a esclarecerlos. Lo que está en juego es mucho: la legitimidad de la transformación que se emprenderá en el próximo sexenio, en la que una mayoría ha depositado grandes esperanzas.
Hasta donde se puede advertir desde la perspectiva de quienes no somos especialistas, los puntos críticos son dos: el tratamiento de las evidencias y la situación (de conflicto potencial de intereses) en que se encuentran los encargados de la justicia. Por una parte, no hay, o no parece haber, ni criterios adecuados, ni lineamientos suficientes, para deslindar las evidencias inválidas de las válidas; y menos, para ponderarlas adecuadamente.
Queda la impresión de que un cúmulo de evidencias inválidas basta para desechar cualquier proceso, aún si se ha basado mayormente en evidencias válidas. En términos más finos, no es claro si se distinguen propiamente las causas de invalidez, y si el tratamiento que se les da en la revisión de un mal proceso judicial corresponde a su carácter. En un modelo de justicia al que tenemos derecho a aspirar, no es igual un dato falso que un dato verdadero obtenido indebidamente; y dentro de los falsos, no es lo mismo uno obtenido por error que uno fabricado o plantado por los investigadores.
Por la otra parte, los procedimientos para nombrar a los encargados de procurar la justicia y las condiciones en las que trabajan no les dan el espacio suficiente para obrar con objetividad. Aún cuando actúan de buena fe, y probablemente lo hacen la mayoría de las veces, su visión y su discernimiento se oscurecen por las lealtades que deben a sus jefes y a sus compañeros en diversas áreas del gobierno. Ahora se sospecha que tampoco pueden concentrarse exclusivamente en su misión los jueces responsables de revisar los procesos derivados de la procuración deficiente.
Como consecuencia, han caído en un mismo saco de los recuerdos públicos las revisiones de los procesos a personas muy distintas, entre ellas las siguientes: Florence Cassez, enamorada de un secuestrador y supuesta integrante de su banda; “El Tongo”, identificado como miembro del grupo criminal Guerreros Unidos y acusado de estar involucrado en la desaparición de 43 normalistas de Ayotzinapa; “El Contador”, presunta figura del círculo que dirige al peligroso Cártel del Golfo; Elba Esther Gordillo, líder magisterial procesada por diversas causas, que incluían el enriquecimiento inexplicable y el lavado de dinero. Se piensa y se comenta que no es claro si todas ellas eran acreedoras a ser dejadas en libertad.
Quienes hayan ido a dar en ese saco sin merecerlo debieron haber tenido derecho a una revisión de su proceso aceptada como válida y confiable por la opinión pública, para que no sólo salieran de la cárcel, sino para que también se limpiaran sus nombres. Pero eso hubiera requerido, primero, que el procesamiento de los procesos que se presupone han sido indebidos fuera reconocido como imparcial. El problema es que esta calidad, digamos, de debido proceso de segundo piso, será atribuida a las revisiones sólo después de que se constate que en ellos se vela también por los derechos de las víctimas, y no sólo por los de los acusados.
En el pasado, dudábamos de los procesos a los supuestos delincuentes y lo manifestábamos. En el presente, dudamos, además, de los procesos a los procesos supuestamente indebidos; y lo argumentamos. El paso de la primera duda, simple y llana, a la segunda, doble y compleja, es prueba de que sí hubo una transición democrática en el país. Es testimonio también de que los objetivos que la impulsaron son aún lejanos. La conciencia pública no está en paz con la democracia actual, porque esta democracia no ha logrado encarnar en el sistema de justicia la conjunción de los dos valores democráticos supremos: la libertad y la igualdad.
(Ver también:
Suprema Corte de Justicia de la Nación, «Derecho al debido proceso: su contenido,»https://sjf.scjn.gob.mx/sjfsist/Documentos/Tesis/2003/2003017
Fernando Castaños, «El TEPJF y su debido proceso»https://demoi.laoms.org/2018/04/19/el-tepjf-y-su-debido-proceso/
Cristina Puga, “Sociedad civil y nuevo gobierno”https://demoi.laoms.org/2018/08/05/sociedad-civil-y-nuevo-gobierno/ )
No me queda claro que el problema toque a la transición democrática. Seguramente se trata de una transición incompleta pero me parece que el déficit está en los vicios de control político que pueden ser independientes de los procesos democráticos de calidad. Me parece que es más un problema de diseño republicano que de procesos democráticos. En este tema es central la politización de la impartición de justicia debida a la incompleta separación de los poderes ejecutivo y judicial (joined at the hip, really): ¿Por qué el proceso de Cassez estuvo mal hecho? porque convenía políticamente darle prisa; ¿por qué ninguna investigación puede esclarecer el caso de Ayotzinapa? porque la SEGOB etió las manos desde el principio; ¿porqué liberaron a Elba Esther? porque AMLO negoció su liberación. La percepción, con frecuencia justificada, es que el ejecutivo mete las manos en los procesos judiciales. Por supuesto una democracia de calidad debería tener mecanismos de corrección de estos vicios, pero el vicio parece ser extrademocrático
Curiosamente, en su conferencia de hoy en la mañana (lunes 14 de enero de 2019), el presidente López Obrador hizo mención al «debido proceso» al referirse al caso de investigaciones en curso relacionadas con el robo de gasolina a PEMEX. Con ello se reservó a proporcionar nombres de personas físicas y morales sujetas a investigación.