El gobierno de una universidad, como el de un Estado, debe ser democrático, porque en ambos casos la verdadera legitimidad de los gobernantes dimana de la autorización que le confieren los gobernados. No obstante, la democracia de una universidad debe responder a códigos propios, y no a los del Estado, porque sus finalidades son incomparables con los propósitos del poder político[1].
Con frecuencia, cuando se aproxima una designación de rector en la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM, surgen comparaciones y contrastes erróneos entre el gobierno del país y el de esta casa de estudios. Casi siempre que esto ocurre, es porque hay quienes quisieran que al cargo de rector se accediera de la misma manera que se llega a la presidencia de la república, como resultado de una elección directa. No está de más, por lo tanto, reflexionar sobre la democracia universitaria, este año que la UNAM conmemora 90 de autonomía, y ahora que la Junta de Gobierno ha iniciado el proceso para nombrar la persona que será titular de la rectoría el próximo cuatrienio (ver http://www.juntadegobierno.unam.mx/rector2019/files/convocatoria.pdf )
Regímenes democráticos
Cabe empezar por señalar que, cuando se aduce que un rector debiera ser como un presidente, se está suponiendo que los regímenes presidenciales son más democráticos que los regímenes parlamentarios, en los cuales el jefe del Estado es electo indirectamente. Ello es falso, y no es difícil concluirlo, si se observa que la razón histórica de la democracia es evitar el abuso de poder, como lo expone John Keane en su investigación sobre los distintos tipos de democracia estatal que ha habido desde la Grecia clásica: directa, representativa y de seguimiento, o monitoreo (2018).
En los regímenes parlamentarios, la interacción discursiva que conduce primordialmente a la toma de decisiones es la deliberación[2]. Ésta determina, en principio, cuándo las otras son legítimas, cuándo, por ejemplo, es válido negociar y cuándo no, o en qué etapas la instrucción del jefe del ejecutivo define las medidas de gobierno; esto es lo que, a fin de cuentas, significa el adjetivo “parlamentario”. En cambio, en los regímenes presidenciales, con demasiada frecuencia la ponderación de razones queda subordinada a la negociación de intereses políticos y a las órdenes presidenciales.
En un régimen parlamentario hay también una obligación de rendir cuentas mayor y más efectiva que en uno presidencial. En aquél, el jefe del ejecutivo debe informar ante el parlamento de su actuación de manera constante y exponer también regularmente los argumentos que la justifiquen. En el otro, el presidente lo hace una vez al año o cuando es requerido de manera especial.
Gracias a las exigencias de deliberación y de rendición de cuentas, en un régimen parlamentario se controla mejor la hybris, como le llamaban los griegos a la desmesura que se apodera del poderoso. De las condiciones institucionales que producen estos resultados, es pertinente señalar aquí la pertenencia del jefe del ejecutivo al órgano parlamentario, el cual, por definición, encarna la representación general, a la vez que la pluralidad de visiones que se desarrollan entre la ciudadanía. Por ende, el compromiso que asume el jefe del gobierno parlamentario, digamos, el primer ministro, con las reglas que garantizan las libertades democráticas es también mayor que el de un presidente.
Dicho compromiso se refuerza porque el primer ministro es nombrado por el parlamento. En ese entonces, recibe del órgano el mandato de observar los procedimientos democráticos y, en todo momento, estará sujeto a la supervisión del mismo. Por el contrario, en un régimen presidencial, el jefe del ejecutivo tiene, en principio, la misma jerarquía que los otros poderes y, en la práctica, muchas veces queda, como se dice coloquialmente, “por encima” de ellos.
En y por su actuación, generalmente de manera tácita, y en buena medida independientemente de sus impulsos personales, el primer ministro suscribe la vigencia del marco parlamentario en el que actúa. Aún cuando defienda intereses partidistas, el mero hecho de hacerlo ante otros parlamentarios expresa que es legítimo disentir y que las minorías tienen derechos inalienables. En cambio, un presidente puede tratar como ilegítima a la oposición, y con frecuencia se siente empujado a atropellar a quienes difieren de él.
Por todo lo anterior, podemos afirmar que no es casual que una democracia universitaria como la de la UNAM se parezca más a un régimen parlamentario que a uno presidencial. En su evolución, se han ido seleccionando formas de organización y procedimientos que propician la deliberación y confieren gran importancia a la rendición de cuentas, que protegen las libertades de cátedra e investigación y que velan por el interés general de la institución.
La representación universitaria
Las diferencia más importante entre la democracia universitaria y una estatal, ya sea que ésta cobre la forma presidencialista o la parlamentaria, radica en la naturaleza de la representación. De hecho, del carácter propio de la representación en cada caso se derivan la mayoría de los rasgos que distinguen a una democracia de la otra.
En los órganos de gobierno de todas las universidades icónicas, como la de Bologna, la de La Sorbona, la de Oxford, la de Berlín o la de Harvard, los profesores son representados en cuanto tales, es decir, en función de su papel universitario; y lo mismo ocurre con los estudiantes. Se trata de una representación diferenciada. En cambio, en las legislaturas de las democracias consolidadas, los ciudadanos están representados de manera general, independientemente de sus papeles en la organización social o económica. Se trata de una representación indiferenciada.
El contraste en las formas de representación en los dos ámbitos corresponde a otro fundamental: el de la naturaleza de las identidades que los caracterizan. Ser universitario significa participar en los procesos educativos o de investigación; y por lo tanto, ser sujeto de obligaciones y derechos universitarios es concomitante con asumir una función académica. En cambio, ser ciudadano es una condición previa a la aceptación de cualquier responsabilidad comunitaria o gubernamental, y también independiente de cualquier oficio o profesión que se desempeñe.
Como dijera Alfred N. Whitehead (1929), “la justificación de una universidad es que preserva la conexión entre el conocimiento y el zumo de la vida, al unir al joven y al viejo en la consideración imaginativa del aprendizaje.” Esa conexión y esa unión es lo que en esencia se representa cuando los académicos y los estudiantes son representados respectivamente. Si no fueran considerados así, unos y otros en su carácter propio, se perdería la centralidad de esas relaciones: ya no tendrían reconocimiento quienes entran en relación.
La representación diferenciada obedece también a razones prácticas, además de la de fondo señalada en los párrafos anteriores. La más importante es que, por lo general, un académico dedica su vida a la universidad y, en cambio, un estudiante pasa por la universidad en una etapa de su desarrollo. Porque este paso generalmente es de grandes consecuencias para su futuro, es importante que quienes se quedan tengan voz en el gobierno de la universidad como tales: ellos han de guardar, para los estudiantes que sigan, no sólo los conocimientos propios de sus carreras, sino también los saberes acerca de los procedimientos universitarios.
Las estructuras colegiadas de nuestra universidad nacional autónoma
La Universidad de México, originalmente Real y Pontificia, y ahora Nacional y Autónoma, tiene una organización compleja, en buena medida producto de su evolución histórica. Sus tareas académicas se desarrollan en unidades, o dependencias, que se clasifican en cinco categorías: facultades, escuelas, institutos de investigación, centros de investigación y centros de extensión[3]. Además, muchas veces se vinculan de diversas maneras, por ejemplo, en seminarios y programas, y se llevan a cabo por medio de actividades que tienen lugar en distintas sedes, en el país y en el extranjero.
Concomitantemente, y también como resultado evolutivo, la diferenciación explicada en la sección anterior ha adquirido un grado aún mayor que el aludido ahí. El personal académico se clasifica, en consideración de las tareas que realiza y para efectos de adscripción laboral, en tres categorías: profesores, investigadores y técnicos académicos. Además, todos ellos se subclasifican, en función de los niveles de especialización o los logros que hayan tenido y en términos del compromiso temporal que se haya establecido entre ellos y la institución. Así, por ejemplo, hay profesores asociados y titulares, y tanto los unos como los otros, pueden ser interinos o definitivos.
Quienes estudian en la UNAM se agrupan en dos grandes conjuntos. Hay algunos que aspiran a un título o grado, como el de bachillerato, el de licenciatura, el de maestría o el de doctorado; y hay otros que desean obtener una constancia diferente, como un certificado o un diploma. Los primeros estudiantes permanecen en la universidad por un ciclo de varios años[4], al final deben demostrar que han adquirido ciertos saberes y conocimientos y se les denomina específicamente como “alumnos”. Los segundos están vinculados con la universidad por periodos cortos y no tienen una designación específica.
Tanto la organización compleja como la diferenciación considerable, se reflejan en el gobierno de la UNAM. Podemos decir que las decisiones de política universitaria son de dos niveles: unas fundamentales y otras derivadas. Las primeras se toman en un órgano colegiado central, que se denomina “Consejo Universitario”. Las segundas se definen en cuerpos también colegiados, llamados “Consejos Técnicos”.
En el Consejo Universitario se aprueban los lineamientos de docencia e investigación, se establecen los criterios generales de ingreso y promoción del personal académico y se definen los requisitos indispensables para ser alumno y para obtener un grado universitario. En este mismo órgano se determina la creación de nuevas dependencias académicas o el cambio de carácter de las ya existentes. Es, asimismo, en el Consejo Universitario donde se establecen los reglamentos básicos, se aprueban los presupuestos anuales de la institución y se expiden las disposiciones fundamentales para el buen funcionamiento administrativo de la universidad. En cambio, son decisiones de Consejo Técnico la conformación de grupos de alumnos para una materia y la correspondiente asignación de profesores, así como la contratación y la promoción de investigadores específicos y la aprobación de líneas de investigación determinadas.
El Consejo Universitario está integrado por el Rector y el Secretario General de la Universidad, por 65 directores de dependencias académicas, por 242 representantes (propietarios y suplentes) del personal académico y de los alumnos y por 7 representantes del personal administrativo. Los primeros dos y los directores forman parte del órgano ex oficio, es decir, en virtud de los cargos que ocupan. Los representantes de los académicos y los alumnos son electos en votaciones secretas, en urnas diferenciadas por dependencia de adscripción y de acuerdo con las clasificaciones mencionadas arriba.
De manera esencialmente análoga, para cada escuela y facultad hay un Consejo Técnico; y en todos ellos, los representantes de los profesores y los estudiantes constituyen una mayoría significativa. Por su parte, los institutos y centros de investigación cuentan con dos Consejos Técnicos, uno para el área de las ciencias naturales y otro para el de las humanidades y las ciencias sociales. Nuevamente aquí, quienes desempeñan las tareas académicas, tanto los investigadores como los técnicos, tienen representaciones respectivas, y conjuntamente constituyen una mayoría.
Las decisiones en los dos estratos, el fundamental del Consejo Universitario y el específico de los consejos técnicos, se articulan entre sí, se sustentan y se complementan por las de otros órganos, también colegiados y en cuya integración es primordial la representación de los académicos, entre ellos: consejos internos, consejos asesores, comisiones dictaminadoras, comisiones de ética, consejos editoriales. El resultado es un sistema, con propiedades que resultan de la interacción entre sus partes y que ninguna de ellas posee aislada.
Si nos interesa la calidad deliberativa y la eficacia para evitar el abuso de poder, como criterios de democracia institucional, entre las propiedades sistémicas de la estructura múltiple de órganos de representación diferenciada de la UNAM, cabría destacar las siguientes:
(1) Toda determinación que tiene consecuencias para el trabajo universitario, como por ejemplo, la aprobación o el rechazo de fondos para un proyecto de investigación, es resultado de una conjunción de opiniones y decisiones razonadas, distribuidas entre diferentes órganos, de manera que ningún individuo puede beneficiar (o perjudicar) indebidamente a otro. En otras palabras, el ideal que norma el comportamiento es el de la imparcialidad, y la práctica se acerca mucho a ese ideal.
(2) Muy ligado con lo anterior, los márgenes de interpretación de las normas y los criterios que existen son los mínimos que se requieren para el tratamiento de lo imprevisible, los que obedecen al significado más puro del término “discrecionalidad”: prudencia y buen juicio. Queda fuera la arbitrariedad que muchas veces connota ese vocablo en otros ámbitos.
En consecuencia, el sistema es virtuoso: en su condición, digamos, en su ADN, están, tanto el objetivo de advertir su deficiencias, como los medios para corregirlas. Cuando un órgano colegiado se equivoca, el error es detectado por otro, y se inicia un proceso de revisión. Si el origen radica en información de base equivocada, se pondera frente a la que es válida, y se avanza. Si el problema es más de fondo y, por ejemplo, se detectan procedimientos que, en determinadas coyunturas, tienden a impedir una ponderación tal, entonces se discuten los procedimientos mismos. A lo largo de un tiempo razonable, éstos se mejoran: hay una evolución procedimental.
Para ilustrar eso, consideremos un área clave en la vida de cualquier universidad: la evaluación de resultados. En el ámbito de la investigación, el resultado más importante muchas veces es un texto, como un artículo o un libro, que da cuenta de lo hecho y lo encontrado; y que, con esos sustentos, expone argumentos para apoyar o refutar alguna tesis (o hipótesis). Antes de publicar esos textos, las revistas y las editoriales científicas en todo el mundo generalmente los evalúan siguiendo un procedimiento que se denomina “doble ciego”. El autor de un texto no sabe quién es el dictaminador, y éste no sabe quién es el autor. Se dictamina el texto en sus propios términos. Luego, con base en dos o tres dictámenes, un comité editorial delibera acerca de los méritos del trabajo, y si estos son suficientes, decide publicarlo.
La revistas académicas de la UNAM adoptaron la evaluación doble ciego desde antes que muchas otras. Hoy, ese mismo método se está adaptando en algunas dependencias de esta universidad a otros procesos de evaluación, por ejemplo, de selección de candidatos a ser contratados por primera vez. En materia de evaluación, la Universidad Nacional ha sido, y sigue siendo, de vanguardia, gracias a la búsqueda de la objetividad que anima a sus órganos colegiados.
La autonomía y la Junta de Gobierno
La deliberación orientada a la imparcialidad y la objetividad se procura, de diferentes maneras, en todas las etapas de la gestión universitaria, desde el planteamiento de iniciativas de cambio a planes y programas de estudio, hasta la adopción de preceptos para garantizar la equidad y la igualdad de género. De hecho, gracias a la autonomía que le fue conferida a la Universidad en 1929, en todas ellas ha habido una evolución como la que se menciona arriba en materia de evaluación.
Lo que la autonomía ha promovido es la prevalencia de objetivos y normas académicos. Lo que ha evitado es que ellos se subordinen a intereses de otras índoles, como los del mercado o los de la política partidista. Los ha protegido de prácticas que, en otros ámbitos distorsionan el buen funcionamiento organizacional, como el “amiguismo” y el “compadrazgo”: no es la conveniencia para alguien con poder lo que finalmente determina una iniciativa, sino el mérito de la misma.
El proceso de mayor trascendencia en la preservación del régimen autónomo de la UNAM es el nombramiento del rector. Su peso simbólico es incuestionable. Lo que cuenta cuando se elige a un rector o a una rectora pone de manifiesto y ratifica qué debe contar también cuando se designan a las o los directores de las dependencias universitarias. El valor práctico que tiene la manera de convertirse en titular de la rectoría es también innegable. Cómo se llega y cómo se asume el cargo implica con toda certeza quién le confiere autoridad: la Universidad. Establece, también sin duda alguna, ante quién es responsable: los universitarios. Queda claro, asimismo, quién autoriza a la institución: la Nación. Y ante quién deben responder los universitarios: la sociedad.
Antes de la consagración de la autonomía en la Constitución, y por un periodo corto de incertidumbre después de ese hito histórico, el rector debía su designación al presidente en turno, y en consecuencia se debía a él. Los universitarios quedaban envueltos en contiendas de partidos o de facciones que luchaban por cargos en el gobierno, a veces sabiéndolo, a veces ignorándolo. Eso no sólo impedía el funcionamiento adecuado de la institución, sino la discusión propiamente universitaria de los asuntos del gobierno y los partidos. Desde la autonomía, la UNAM ha estado posibilitada y obligada a cumplir como verdadera universidad, y no como una dirección de una secretaría de Estado o como un órgano de propaganda partidista. Concomitantemente, los universitarios podemos analizar y debatir entre nosotros acerca de cualquier iniciativa de cualquier partido o de cualquier medida de cualquier secretaría. Nuestros móviles no son promover u obstaculizar a quienes se dedican a la política, sino entender lo que hacen ellos y ofrecer nuestro entendimiento a quienes se interesen en tomarlo en cuenta.
Es, entonces, en el nombramiento del rector donde se visibiliza el mayor contraste entre la vida institucional de la UNAM y la del Estado, como ya indiqué al principio. De ese proceso, así como de la designación de los directores de las dependencias académicas, se encarga un órgano denominado Junta de Gobierno, que fue creado para fortalecer la autonomía universitaria, en 1945, cuando se aprobó la actual Ley Orgánica de la UNAM. La Junta está integrada por 15 académicos que trabajan en la propia UNAM o en otras entidades de educación superior e investigación, y para formar parte de la Junta es necesario ser reconocido como académico y como persona honorable. Entre los nombres de quienes han sido miembros de la Junta, se encuentran los del escritor Alfonso Reyes, el jurista Mario de la Cueva, el matemático Alberto Barajas, el astrónomo Manuel Peimbert, la filósofa Juliana González y el cardiólogo Ignacio Chávez.
El cargo de miembro de la Junta de Gobierno es conferido, generalmente, por el Consejo Universitario, y, en condiciones especiales, por la propia Junta; es honorífico, es decir, quienes lo desempeñan no perciben ningún sueldo por ello; y no se puede acceder a él si se ha sido rector un número de años antes. Además, tampoco podrá ser nombrado rector durante un número de años quien termine de fungir en la Junta. Aunado a eso, los integrantes se van reemplazando gradualmente, año con año, y nunca hay una mayoría que haya sido elegida en el cuatrienio de un rector. Todo ello distancia a la Junta de injerencias indebidas en los procesos de designación.
El nombramiento del rector se inicia con una auscultación a la comunidad universitaria, en la que la Junta recoge todas las propuestas de candidatos que se piense desempeñarían el cargo de la mejor manera, así como todas las razones que se expongan para preferir a unas u otras. Avanza con deliberaciones acerca de tales argumentos y comprende entrevistas a las y los candidatos con proyectos valiosos y con apoyos significativos. Concluye con una votación calificada; para ser rector, se requiere haber recibido (al menos) 10 votos favorables en una sesión de la Junta. Mientras no se produzca este resultado, los miembros continúan deliberando y, así, revisando y profundizando la argumentación. Finalmente, la decisión que se toma es la más convincente.
A lo dicho antes sobre la naturaleza de las democracias, cabe aquí añadir que una universitaria como la de la UNAM es profunda, y aludir para ello al filósofo Jürgen Habermas, quien vio con lucidez que “La democracia gira en torno de la transformación y no en torno de la mera acumulación de ideas.” Gracias a los procedimientos establecidos, lo que se representa en el proceso de designación del rector son el conjunto de ideas que habitan en la comunidad universitaria, los criterios que ella misma valora para escoger a las más pertinentes y las lógicas para procesarlas que mejor sirven al interés general de la Universidad.
El método universitario de elección del rector es la consecuencia más acabada de la autonomía y, a la vez, su principal garante. No es la correlación de fuerzas que se disputan el poder del Estado lo que la define, sino la fuerza de los valores que han determinado la estructura de representación colegiada de la UNAM: la unidad de quienes investigan, enseñan y aprenden libremente; la deliberación plural y racional; la responsabilidad ante la Nación y frente a la sociedad.
Para concluir, cabe hacer unas observaciones acerca del veredicto de la historia. Antes de la reforma de 1929, que otorgó carácter constitucional a la autonomía, las políticas de desarrollo que diseñaba el gobierno para la Universidad Nacional eran erráticas y generaban conflictos severos. No está de más recordar que el origen de la reforma fue precisamente un movimiento estudiantil, y que éste concluyó con la reforma. Pero el rumbo que prefiguraba el mandato constitucional no se definió sino hasta que fue promulgada la Ley Orgánica de 1945. Entre una fecha y la otra, lo que prevaleció fue la incertidumbre, como lo apunté, y derivada de ella, la inestabilidad. No dejaron de inmiscuirse las ambiciones ilegítimas y, por ende, de distorsionarse los códigos académicos.
Desde 1945, la UNAM ha tenido condiciones adecuadas para su desarrollo. Se han podido contrarrestar los intentos por usufructuar, con fines inválidos, el capital de confianza que la sociedad ha depositado en ella. Las dinámicas para imponer desde el gobierno a un rector han sido acotadas, y los candidatos en puestos gubernamentales han sido evaluados fundamentalmente en términos de sus méritos universitarios. (Más de un “favorito” de la cúpula gobernante ha quedado en el camino.)
Las consecuencias son de destacarse. La UNAM es la principal universidad del mundo de habla hispana, de acuerdo con los indicadores internacionales más reconocidos. Actualmente atiende a más de 350 mil alumnos, de bachillerato, licenciatura y posgrado; y la mayoría de los empleadores tiene una gran confianza en sus egresados. Su capacidad científica está por encima de las expectativas derivadas de la inversión que el país ha podido hacer en este campo; el costo de producir un artículo de investigación publicable en una revista de calidad, es aquí menor que en los países avanzados de la OCDE.
Todo lo que la UNAM ha logrado, en términos de su propia organización y en términos de su trabajo regular, se pondría en riesgo si se aceptara la tesis falaz de acuerdo con la cual el nombramiento del rector sería más democrático si fuera análogo al del presidente de la república. En la segunda mitad del siglo XX, algunas universidades del país intentaron métodos de designación de rectores parecidos a los de los gobernadores de los estados, y radicalmente distintos a los de la UNAM, que implicaron la desaparición de órganos similares a la Junta de Gobierno. Como sería lógico inferir, esos métodos acarrearon a los ámbitos universitarios contiendas análogas a las de los partidos que disputan las gubernaturas; y no sólo eso, les trajeron esas disputas. Pero lo más grave es que socavaron la representación diferenciada: los académicos dejaron de contar como tales, pues sus votos se diluyeron entre los de los estudiantes.
Después de deterioros muy graves, esas universidades que experimentaron la partidización del gobierno universitario regresaron a modalidades parecidas a las de la UNAM y, poco a poco, han ido recuperándose. Afortunadamente, algunas han alcanzado ya condiciones muy favorables; pero hay que decirlo: se han requerido décadas. Se destruyó muy rápidamente lo que había necesitado mucho tiempo construir y volvió a costar mucho reconstruir.
La historia constata que el gobierno de la UNAM tiene un carácter democrático. Ha sabido evolucionar como lo hacen las democracias: ha ido corrigiendo y perfeccionando sus reglas de acuerdo con sus propios procedimientos. Otros regímenes, para superarse, tienen que renunciar a su naturaleza y transformarse en sus alternos.
El tiempo también subraya que el gobierno de la UNAM es propiamente universitario, y que no se sustentaría buscar que fuera como el del Estado. La autonomía y el procedimiento de nombramiento del rector se han implicado mutuamente porque la universidad ha sido fiel a la naturaleza de las tareas de los académicos y los estudiantes como tales. Subordinar las lógicas universitarias a las partidistas sería atentar contra esa naturaleza.
Valor formativo
Porque la naturaleza institucional y el gobierno de la UNAM se corresponden,
quienes pasan por sus aulas se forman como profesionistas de alto nivel y como ciudadanos conscientes. Los medios que privilegia para llegar a acuerdos son el diálogo y la razón, y en su ejercicio cotidiano se sustentan los mejores métodos para desarrollar habilidades cognoscitivas. En esa práctica se fundan también las relaciones sociales de la colectividad universitaria, de reconocimiento y respeto mutuo.
La convocatoria a participar en la toma de decisiones, siempre viva en la estructura colegiada de nuestra universidad, conlleva una enseñanza cívica fundamental: los derechos y las obligaciones son constitutivos de la persona y suponen la pertenencia a una comunidad. De esa manera, infunde una visión del mayor alcance: una vida plena sólo puede cimentarse en el comportamiento ético.
Esas son las bases del apego que sienten con la UNAM sus egresados, al igual que las fuentes del gran reconocimiento que tiene esta casa de estudios en diversos ámbitos de la sociedad. Los universitarios desarrollan capacidades especializadas y formas de relación en un espíritu democrático. Por eso aquilatan la diversidad de puntos de vista: saben que ahí reside la mayor riqueza intelectual y que ésta no es un obstáculo, sino el incentivo más verdadero, para la búsqueda de consensos.
[Las consideraciones que planteo en https://demoi.laoms.org/2019/07/31/las-razones-de-la-investigacion/ son afines a las reflexiones que he expuesto aquí.]
[1] Un marco recomendable para iniciar una ponderación de diferentes tipos de democracias, que señala la especificidad y la importancia de las universitarias, lo ofrece, en un texto de amplio espectro, Philip Schmitter (2001).
[2] La deliberación es un tema clave de la teoría democrática en las últimas décadas. Cobra impulso, sobre todo, a partir de las investigaciones filosóficas de John Rawls (1979/1995) y de Jurgen Habermas (1999); y adquiere centralidad en la sociología política y en la ciencia política, principalmente, a raíz de un libro editado por Jon Elster (2001).
[3] Además de las entidades académicas, la universidad cuenta con oficinas de gestión y de apoyo, de índoles diversas, como coordinación institucional, jurisprudencia, administración y soporte técnico, entre otras.
[4] Por supuesto, quien ha sido alumno en un ciclo o nivel puede aspirar a serlo en el siguiente y, si cumple con lo requerido, obtener, por ejemplo, un título de ingeniero y luego un grado de maestro en ingeniería.
Bibliografía
Keane, John. 2018. Vida y muerte de la democracia. México: FCE, INE.
Elster, Jon (editor). 2001. La democracia deliberativa. Barcelona: Gedisa.
Habermas, Jurgen. 1999. La inclusión del otro. Paidos. Barcelona.
Rawls, John. 1979/1995. Teoría de la justicia. México: FCE.
Whitehead, Alfred North. 1929. The aims of education and other essays. New York: Macmillan.
Schmitter, Philip. 2001. What is there to legitimize in the European Union… and How might this be accomplished? Florencia: Instituto Universitario Europeo.
BUENAS TARDES, CÓMO PUEDO COMUNICARME CON USTED PARA HABLAR DEL TEMA DE LA DEMOCRACÍA UNIVERSITARIA. SOY DE BOLIVIA