Harris o Trump: ¿cuál cambio?Fernando Castaños

Elon Musk, la persona más rica del mundo, hizo su fortuna principalmente como impulsor de una compañía fabricante de autos eléctricos. Sin embargo, en el último tramo de la contienda por la presidencia de Estados Unidos, ha apoyado de manera muy notoria la candidatura de Donald Trump, quien prometiera desincentivar esa rama industrial. Musk ha hecho declaraciones reproducidas por todos los medios de comunicación estadounidenses importantes, ha enviado mensajes a través de una de las principales redes sociodigitales (que compró en 2022), ha aparecido junto a Trump en varias ocasiones y ha aportado grandes cantidades de dinero a su campaña. ¿Por qué lo ha hecho?

Muy probablemente, la gran mayoría de quienes preferirían votar por Trump no se hacen esa pregunta. Lo que cuenta es que, en su sentir, Musk es como ellos, y si pusieran atención a la aparente contradicción entre los intereses de Musk y las promesas de Trump, podrían dudar de la sinceridad de Trump, lo que haría que algunos decidieran quedarse en su casa el día de la elección (el 5 de noviembre), en lugar de acudir a las casillas electorales a hacer patente su preferencia; y es ese tipo de decisiones las que definirán el resultado electoral.

De acuerdo con el sitio de internet “538”, que pondera y promedia encuestas tomando en cuenta su grado de transparencia, su historial técnico, sus fuentes de financiamiento y sus fechas de levantamiento, Kamala Harris aventaja a Donald Trump por 1.2 puntos porcentuales en las preferencias nacionales, pues 48% de las personas encuestadas en el país quisieran que ella fuera la presidenta, frente a 46.8% que optarían por él. Pero esa diferencia es menor al margen de error de las encuestas. Bien podrían la candidata y el candidato estar exactamente empatados en realidad, lo que se ha dicho de muchas maneras en los últimos días. Entonces, si una pequeña fracción de quienes están por Trump se desanima el día 5, y piensa que no vale la pena el esfuerzo de salir a votar, porque él no va a cumplir lo que promete, la ventaja de Harris se afirmaría; y, en una lógica similar, si una pequeña fracción de quienes están por Harris piensa que Trump ganará de cualquier manera, y no viene al caso afanarse por ir a las casillas, esa actitud le daría el triunfo a él.

Eso es lo que está en juego ahora: quiénes se verán suficientemente motivados para movilizarse el mero día—o, mejor dicho, quiénes se están motivando y desmotivando ya, porque ha empezado la recepción de boletas por correo. El asunto es particularmente crítico en siete estados con diferencias que durante la contienda han oscilado entre 1 punto y 4 puntos porcentuales, porque la presidencia la determinan indirectamente los delegados estatales, y no directamente los votantes. Si en un estado, como California o Nueva York, Harris recibe más votos, todos los delegados de ese estado tendrán después que votar por ella en un colegio electoral; y si en otro estado, como Florida o Dakota del Norte, gana Trump, todos los de ése votarán por él. El punto es que, aunque el número de delegados de cada estado varía según su población, una candidata con mayor número de votos a nivel nacional puede tener menos delegados en el colegio electoral, que es lo que le pasó a Hillary Clinton en 2016; con 48% del voto nacional, tuvo 232 delegados, mientras que Donald Trump, con 45.9% del voto, tuvo 306 delegados.

Dichos siete estados, que son Pensilvania (con 19 electores), Georgia (con 16) , Carolina del Norte (con 16), Michigan (con 15), Arizona (con 11), Wisconsin (con 10) y Nevada (con 6), son denominados swing, porque en ellos tienden a alternarse las preferencias por los partidos de Harris (el demócrata) y de Trump (el republicano) con relativa frecuencia, en movimientos pendulares, de columpio. En los demás estados las diferencias entre Harris y Trump han sido relativamente estables a lo largo de la contienda y son similares a las de las últimas elecciones presidenciales. Con base en esas cifras predecibles, Harris obtendría de inicio 226 delegados al colegio electoral; y Trump, 219. Entonces, si ella gana Pensilvania, Michigan y Wisconsin, sumaría al final más de 270 delegados y sería incalcanzable por Trump.

De esos tres estados péndulo, Pensilvania es el que ha recibido mayor atención, porque es el que aportará más delegados y porque allí las preferencias han variado más. Es ésta la entidad donde se realizó la convención del Partido Demócrata, que oficializó y le dio un gran impulso a la candidatura de Harris. Es aquí también donde Musk ha invertido más tiempo y dinero. Resultado de esa intensa confrontación, el día anterior a la declinación de Joe Biden como candidato demócrata, Trump llevaba allá, en Pensilvania, una ventaja de 4 puntos porcentuales; Harris llegó a igualarlo; Trump remontó para quedar casi un punto porcentual arriba, y ahora parece estar abajo dos décimas de punto, es decir, 0.2%, de acuerdo con “270 to Win”, un sitio que actualiza promedios de encuestas estado por estado y día por día.

En todo el país, más en los siete estados péndulo, y sobre todo en Pensilvania, Harris y Trump, así como sus equipos de campaña y las figuras que los apoyan, han promovido líneas de política pública, principalmente en materia económica, y han proyectado tomas de posición sobre asuntos álgidos, como la migración y el aborto. Cada quien también ha configurado una imagen positiva propia y una negativa de su contendiente. Además, como ocurre siempre desde hace décadas en casi todos los países donde las elecciones deciden el acceso al poder, han procurado sintetizar en un tema simple sus posturas.

Los temas síntesis, por lo general, constituyen una oposición, por ejemplo, izquierda vs. derecha; y la más común ha sido la de continuidad vs. cambio. Gana la elección quien queda asociada o asociado con el tema que mejor corresponde a las inclinaciones de la mayoría votante al final de la contienda. Esto puede ser porque desde el principio la mayoría tenía esa actitud y la persona ganadora era asociada, también de entrada, con ella. Así, en Estados Unidos, durante décadas se ha preferido la continuidad en unas elecciones, la reelección de un presidente que ya es valorado, y el cambio en otras, la alternancia de partidos después de dos periodos de un mismo presidente, para corregir lo que no funcionó o abrir nuevos derroteros.

La asociación entre el polo preferible de una oposición síntesis y el o la contendiente ganadora también puede ser construida, es decir, resultado de la manera en que esa persona vaya impulsando su jerarquía de subtemas de políticas, de atributos personales y de asuntos álgidos y, por supuesto, de la verosimilitud que dé a su compromiso con ese orden de importancia. Las campañas cuentan y los donantes lo saben.

Ahora bien, la contienda entre Harris y Trump es tan cerrada porque ellos no se están ubicando en una misma disyuntiva de continuidad o cambio. Están disputando dos versiones del cambio, frente a dos tipos de continuidad. Ambos han percibido un agotamiento de las dinámicas políticas estadounidenses actuales, y saben que los votantes lo relacionan, acertada o equivocadamente, con condiciones económicas y culturales indeseables o con restricciones inaceptables a sus opciones de vida. Ambos ofrecen esperanzas, reales o ilusorias, de corregir los rumbos de la nación.

Trump se ha dedicado a calificar muy negativamente el cuatrienio de Joe Biden y a insistir en que Harris no sería más que su continuación. Su cambio sería dejar de lado las políticas que ellos han impulsado, sobre todo en economía, salud y protección medioambiental. En cambio, Harris ha dicho que eso sería un retroceso y que el país requiere avanzar. Apoyándose en esa idea, ha planteado que lo necesario es dejar atrás la forma de hacer política de Trump, la que lo llevó a la presidencia hace ocho años, cuya sombra ha estado acechando desde que Biden lo derrotó y amenaza con profundizarse y extenderse si vuelve a ganar esta vez. El cambio para ella sería “volver la página” e inaugurar maneras de representar a la ciudadanía que estén a la altura de los retos que están a la vista y los que se anticipan.

Trump logró su ascenso político y ha mantenido una influencia muchas veces decisiva en su partido por medio de una propaganda de corte populista: ha hecho creer a sus seguidores que la (comprensible) polarización electoral entre republicanos y demócratas corresponde a una división social fundamental e insalvable. Según esa visión, él es el verdadero representante del pueblo bueno y Biden y Harris pertenecen a una élite corrupta y mafiosa; y no hay espacio para otras posturas: la pluralidad propia de las libertades democráticas queda fuera de toda consideración.

En la práctica, esa exclusión social se traduce en una eliminación de fuentes de información y de opinión, pues implica que quienes no están de acuerdo con Trump no merecen atención. En este ciclo electoral, él lo ha dicho de manera más radical y más preocupante: Liz Chaney, republicana hija de republicano, merecería ser cazada con rifles porque apoya a Harris y no está con él. En ese tenor, que va del rechazo al odio y apunta a la crueldad, también ha amenzado con llevar a la cárcel a personas opositoras (por el hecho de serlo), si gana, o con reeditar episodios de violencia como los que instigó hace cuatro años, si pierde.

El problema para todos, empezando por quienes van creyendo en Trump, es que la exclusión populista conduce a simplismos errados, impermeables a la crítica y que, sobre todo cuando están alimentados por el odio, son difícilísimos de superar. Por lo general, los grupos, como tales, tienden a tomar decisiones acertadas con mayor frecuencia que el promedio de sus individuos, si entre ellos pueden circular informaciones y opiniones diversas, porque ellas permiten aprehender mejor las complejidades de la realidad. Esa probabilidad de acertar aumenta cuando hay deliberación, es decir, cuando se ofrecen y escuchan razones: entonces se toma la opción mejor sustentada y, de no ser óptima, sus defectos pueden detectarse y corregirse. Pero cuando la polarización política se traduce en exclusión social y en eliminación de las ideas que podrían ser ponderadas, la proclividad de los grupos es a equivocarse. Eso es lo que pasó, por ejemplo, con el gobierno populista de Johnson y con el electorado británico que decidieron el Brexit, salirse de la Unión Europea.

Lo más grave es que el populismo (de derechas o de izquierdas) es retroalimentativo; genera una espiral que va descartando las razones cada vez con mayor eficacia, como ocurrió en la Alemania de Hitler, el caso más estudiado, y como ha estado ocurriendo en varios países de Europa, Asia y América Latina en las últimas dos décadas. Su discurso de odio produce un (falso) orgullo y justifica (aparentemente) calificar a los opositores de indignos. Cuando esa dinámica avanza, ya no tiene caso juzgar propiamente qué es verdadero, ni qué es realmente benéfico o justo. De hecho, entonces, el populismo se sostiene en la descalificación simplista de los opositores, que llegan a ser vistos como enemigos, tal cual lo planteaba Schmitt, ideólogo de Hitler; y se impulsa por medio de la exageración y la desinformación, como lo promovía Goebbels, su gran propagandista. Y como en ese ignominioso episodio de la civilización occidental, la política, arte de la contienda y la negociación dialógicas, se va transformando en su contrario: la confrontación de identidades orientada a la imposición por la fuerza.

Ese esquema de polarización, emociones negativas y mentiras se ha difundido mucho más allá de lo que hubiera sido imaginable al principio del siglo actual, es decir, al final de la llamada ola de democratizaciones, precisamente porque es contrario al pluralismo y a la deliberación que caracterizan la democracia. Hay una causa poderosa. El  esquema y el modelo de negocios de las redes sociodigitales son mutuamente funcionales. Los algoritmos de las redes jerarquizan muy eficientemente los mensajes en función de las preferencias emocionales de los receptores y les venden a ellos o a los anunciantes esas jerarquías. En consecuencia, las audiencias se van segmentando en una dinámica similar, cuando no análoga, a la que produce el discurso populista.

Los dos puntos anteriores probablmente responderían la pregunta incial acerca de Musk. Para aquél, es importante la reducción de la política a una guerra de identidades, y él se identifica con Trump, racial y patriarcalmente; pero también es valiosa la promoción de un discurso funcional al modelo de negocios que sostiene la red sociodigital que compró hace dos años y que confía hacer muy redituable. Además, si prevalece el discurso populista, las promesas de Trump contrarias a sus innovaciones en el campo automotriz no tendrían ninguna consecuencia. Los populistas exitosos no están obligados a rendir cuentas debidamente; les basta con subrayar la identidad que se han construido, aducir buenas intenciones y culpar a sus “enemigos” de sus fracasos.

De cualquier modo, lo más sobresaliente de la disputa por el tipo de cambio que resume la contienda entre Harris y Trump es lo que ella ha logrado remontar en pocas semanas, con trabajo y talento. Ha estado defendiendo la pluralidad y la deliberación democráticas, al tiempo que ha procurado infundir emociones positivas. Para decirlo en breve, ha avanzado contra corriente, ya que, a partir de cierto momento, los populistas llevan un impulso ventajoso; además, Trump lleva cuatro años en campaña, desde que perdió frente a Biden.

Por todo lo anterior, lo que está en juego es de importancia muy grande, no sólo para Estados Unidos, sino para todo el mundo. Los esfuerzos para enfrentar problemas globales, como el del cambio climático, requieren de compromisos forjados en la deliberación y que impliquen rendición de cuentas real en el mayor número de países posibles. Pero, si gana Trump, él los desestimará desde el primer día; y en muchas latitudes habrá quienes quieran imitarlo para adquirir o conservar poder, pues aprender el populismo es más fácil que entender la democracia. La actual ola populista se explica, en mucho, porque los autócratas se han ido copiando unos a otros.

Fernando Castaños

Maestro por la Universidad de Edimburgo y doctor por la Universidad de Londres, Fernando Francisco Castaños Zuno es investigador titular del Instituto de Investigaciones Sociales, IIS, de la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM, y miembro del Sistema Nacional de Investigadores, SNI. Analista y teórico del discurso, se ha preocupado durante 35 años por comprender cómo el uso del lenguaje mueve y compromete a los seres humanos. Él ha estudiado las microdinámicas de los rasgos de significado que se desencadenan cuando Shakespeare emplea un pronombre en el lugar de otro y las macrodinámicas de los agregados de significados que surgen cuando la deliberación llega a ser parte de los procesos de decisión de una sociedad. Uno de los fundadores del seminario Perspectiva Democrática, del IIS, Fernando Castaños ha realizado por más de 15 años investigaciones sobre los fundamentos de la democracia y sobre los procesos de la democratización. Actualmente participa, con integrantes e invitados de dicho seminario, en proyectos acerca de la representación. Fernando Castaños ha sido invitado a dictar conferencias, impartir cursos y conducir investigaciones en varias universidades del continente americano, Europa y Asia. Durante el año académico 2007-2008, fue titular de la cátedra de estudios sobre México contemporáneo de la Universidad de Montreal.

1 comentario

  1. Margarita Palacios   •  

    El análisis documentado y reflexivo del Dr Fernando Castaños, explica el proceso de la contienda presidencial en los Estados Unidos con aguda perspectiva. Su argumentación, inscrita en los principios básicos de la democracia: diálogo y deliberación, pone en evidencia las consecuencias de un posible triunfo de Trump a partir de su discurso populista. Es interesante y acertado el análisis de Musk en esta cerrada contienda. Gracias

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *