Se sigue discutiendo el nuevo método de nombramiento de las personas integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, SCJN, por elección directa en urnas, en lugar de por una mayoría calificada de legisladores que represente el mejor consenso posible entre la pluralidad de fuerzas políticas.
Desde que el ex-presidente López Obrador envió al Congreso la iniciativa de reforma, se ha argumentado y contraargumentado acerca de diversos temas relativos, empezando por el carácter del Poder Judicial, que debería procurar la imparcialidad jurídica, y no tomar posiciones favorables a ninguna corriente. Eso se evitaba la mayoría de las veces a través del consenso de la Corte, pero se teme ocurrirá frecuentemente como consecuencia del nombramiento de las y los ministros como si fueran candidatos de partidos.
Los últimos días de la semana pasada se suscitó una controversia sobre la implantación de la reforma, entre la presidenta de la SCJN, Norma Lucía Piña Hernández, el presidente de la Cámara de Senadores, CS, Gerardo Fernández Noroña, y la presidenta del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, TEPJFP, Mónica Soto Fregoso. Llama la atención por las investiduras de las tres personas y porque cada una de ellas expresa posiciones mayoritarias en los órganos que encabeza. Es muy preocupante por su origen, unos juicios de amparo, y por los temas que involucra, el control de constitucionalidad y la separación de poderes. No es exagerado decir que están en juego principios que reflejan las aspiraciones democráticas plasmadas ya en el Decreto Constitucional para la libertad de la América Mexicana, la llamada “Constitución de Apatzingán”, por José María Morelos y Pavón e Ignacio López Rayon, profundizados en el intenso periodo constitucional de 1842 a 1847, por el impulso de Manuel Crescencio García Rejón y Mariano Otero y Mestas, y plasmados categóricamente en las Leyes de Reforma y la Constitución de 1857, por Benito Juárez y los liberales que dotaron al Estado mexicano de sus características fundamentales.
Los asuntos materia de la controversia son complejos y, precisamente por ello, vale la pena empezar a abordarlos por medio de consideraciones acerca de un problema simple.
¿Qué sucede si dos artículos de la constitución política de un país son contradictorios, o si tienen implicaciones contradictorias? ¿Cada quién encuadra sus acciones en el artículo que mejor le convenga? Esto no debería ocurrir en un Estado de derecho, y menos en uno de derecho democrático; y cuando ocurra tendría que poderse decidir quién tiene la razón constitucional.
Ésas son precisamente las primeras funciones de un tribunal constitucional: decidir cuál de los dos artículos tendría que prevalecer, en caso de que no sean compatibles en principio, o cuáles de sus consecuencias deben conjugarse y cuáles habrá que invalidar, en caso de que cada uno haya sido pertinente cuando se promulgó. Aunadas a ellas o, mejor dicho, como complemento necesario de ellas, los tribunales constitucionales tienen otras funciones clave de un estado de derecho democrático, entre las cuales destaca la de interpretar la constitución. El problema de la incompatibilidad entre encuadres constitucionales surge muchas veces cuando se advierten implicaciones que tiene uno de los artículos (o ambos) en condiciones nuevas, que no fueron previstas y no pudieron haberlo sido cuando se aprobaron. Se requiere entonces determinar cuál o cuáles implicaciones están de acuerdo con los valores y los objetivos a los que respondía el artículo originalmente. Como se dice frecuentemente, es necesario establecer cuáles de las lecturas que podrían hacerse de los artículos en un nuevo momento son acordes a su “espíritu” primigenio.
El propósito de ese conjunto de funciones es lo que, por economía comunicativa, se llama “control constitucional”. Aunque en ocasiones podría parecer innecesario procurarlo, porque se supone que, si un artículo está inscrito en la constitución, ya tiene, por ese sólo hecho, la misma validez constitucional que otros, en una democracia es imprescindible que la misma constitución prevea qué organo se encargará de garantizar que un artículo no pueda ser invocado para socavar lo que los demás protegen en conjunto. Uno de los rasgos principales de toda democracia es que sus normas pueden cuestionarse y, dado el caso, corregirse; y en este tipo de regímenes, las revisiones normativas deben procurar que las reglas resultantes sean coherentes entre sí y acordes con los valores que buscan resguardar.
Lo anterior tiene una consecuencia lógica: el tribunal constitucional debe tener la última decisión cuando hay una controversia sobre el sentido de un artículo de la constitución o una disputa acerca de su prevalencia. Esto quedaba claro para Morelos y López Rayón. En el orden que la Constitución de Apatzingán prefiguraba, el encargado del control de constitucionalidad era el Supremo Tribunal de Justicia, y en ese nombre se plasmaba la necesidad de su preeminencia.
Sin duda, en una república presidencialista, como la mexicana, ese órgano que cuide la integridad jurídica de su constitución debe ser uno perteneciente al poder judicial, puesto que esa responsabilidad es de carácter jurisprudencial: sólo puede ejercerse por medio de sentencias que atiendan a la doctrina jurídica. Esto, que estaba también ya expresado en los preceptos que definía la Constitución de Apatzingán, provenía directamente del gran antecedente de ésta, la de Cádiz; y ambas reflejaban razones de fondo plasmadas en el Espíritu de las leyes del barón de Montesquieu. En primer lugar, la democracia ha de entenderse como la conjunción de dos principios: el gobierno por el pueblo y el control al abuso del poder. Si sólo se suscribe el primero, no se le atiende propiamente y queda como una falsa pretensión que justifica, y sólo en apariencia, la autocracia. Por lo tanto, en el orden republicano se requiere que sea el poder judicial el que determine cuándo los otros dos poderes están actuando dentro o fuera de los límites que la constitución les impone.
Abundemos: el poder judicial debe procurar la imparcialidad y en una democracia se acerca a ese ideal lo más humanamente posible; mientras que los otros poderes responden a intereses partidistas y tienden a alejarse del mismo. No sería legítimo, en el sentido pleno y profundo del término, que ellos se juzgaran a sí mismos. Por eso, la separación de poderes es un rasgo definitorio de una república democrática —un criterio también asentado ya en las constituciones de Apatzingán y Cádiz, así como en la filosofía jurídico-política de Montesquieu.
A esa genealogía del pensamiento y el diseño constitucional patrios, se añade el juicio de amparo, figura que define la acción de protección judicial de las garantías constitucionales de la ciudadanía. Lo plantea García Rejón como una necesidad de un país federalista, para defender a los habitantes de los estados de las desmesuras del gobierno central y a los activistas políticos de los “extravíos a los que (…) conduce el espíritu de partido”. Lo estipula Otero para resguardar de los abusos de las autoridades en los tres órdenes de gobierno (el federal, el estatal y el municipal) los derechos de la ciudadanía.
En la Constitución de 1857, los liberales juaristas suprimen los fueros de las corporaciones militares y eclesiásticas en las materias civil y política, así como sus privilegios económicos, lo que subraya el compromiso democrático con los valores de la libertad, la igualdad y la inclusión ciudadanas. Centrales a dicha orientación son la configuración en la Constitución de un capítulo dedicado a las garantías individuales, que confiere máximo rango constitucional al amparo, y la definición de la Suprema Corte de Justicia (heredera del Supremo Tribunal de Justicia independentista), como “última instancia” de los juicios de amparo y como árbitro definitivo de los conflictos sobre las competencias de los legisladores y los gobernantes en la federación. Queda así remarcada la función de control de constitucionalidad de la Corte.
Es por todo lo anterior que llama la atención y preocupa profundamente la controversia en la que participan Soto, Fernández Noroña y Piña. La presidenta del Tribunal y el presidente del Senado se ubican fuera del alcance de amparos concedidos por jueces y cometen abusos de poder, mientras que la presidenta de la Corte ratifica que los amparos deben ser acatados por todas las personas integrantes de los poderes públicos. En sus posturas, Noroña desdeña además, la importancia de la separación de poderes y Soto confunde el control de constitucionalidad y rechaza la necesidad de la interpretación constitucional por la Corte.
Los amparos responden a solicitudes de personas que consideran que con la reforma se violarán derechos consagrados en la Constitución que nos rige actualmente; consisten esencialmente en órdenes de suspender tareas de implantación de la reforma mientras se resuelve si efectivamente los derechos se vulneran o no, que es lo que normalmente ocurre primero en materia de amparo: una suspensión preventiva.
La presidenta Soto alega que esos amparos no proceden porque el artículo 99 de la Constitución establece que el TEPJF es la máxima autoridad en materia electoral y acatarlos implicaría atribuir a los jueces que los concedieron una potestad superior. Concuerdan con ella la mayoría de quienes integran ese órgano. Por su parte, la presidenta Piña afirma que el TEPJF no puede arrogarse la facultad de decidir si los amparos proceden o no, porque ello implicaría reconocer indebidamente al Tribunal como la última instancia en materia de amparo, es decir, rebasaría el ámbito de competencia en el que supuestamente basa su conclusión, el de la materia electoral.
En acuerdo con la ministra Piña, la mayoría de quienes integran la Corte ha aprobado una resolución que deslinda los asuntos sobre los que pueden decidir los jueces y los que corresponden exclusivamente al TEPJF. A partir de ello, instruye a los jueces que revisen los amparos, para dejar claro cuáles protegen derechos de la ciudadanía que no quedan comprendidos en los asuntos estrictamente electorales.
Para el TEPJF, dicho fallo de la Corte equivale a una revocación de las suspensiones de amparo; pero, de acuerdo con la misma determinación, no se puede aceptar que el TEPJF tenga la facultad de interpretar que todo lo que atañe a los amparos sea electoral. Sin embargo, Soto argumenta que el Tribunal no se apoya en ninguna interpretación, sino en una lectura literal del mencionado artículo 99 de la Constitución. El asunto no deja de ser paradójico; el TEPJF está interpretando que no interpreta, algo que sólo podría determinar de manera definitiva la Corte.
Como se advertirá, al mismo tiempo de desestimar el rebase de sus facultades, el TEPJF está rechazando que la Corte sea el máximo órgano de control de constitucionalidad, y esto lo ha hecho de manera considerablemente explícita. Entreverada con las discusiones sobre los puntos anteriores, hay una sobre la constitucionalidad de la reforma aludida. No está resuelto si ella contraviene otros preceptos constitucionales, empezando por los que determinan cómo debió haber sido discutida y aprobada por el Congreso y siguiendo por los que tendrían que observarse en su implantación en el supuesto caso de que sea válida. El TEPJF aduce que la reforma ya es constitucional; en otras palabras, no sólo se opone a que la SCJN verifique el control, sino que desconoce la necesidad que se tiene de éste en un país con más de doscientos años de constitucionalismo.
Con una orientación convergente a la de las argumentaciones del TEPJF, el presidente Noroña declaró que la Corte “es intrascendente”. Es decir, para él, lo único que importa es que la implantación del nuevo método de nombramiento de la Corte avance, independientemente de que en su camino se avasallen los controles al abuso del poder que México fue concibiendo en sus difíciles procesos de democratización, como los fundamentales de la separación de poderes y la procuración de una constitucionalidad integral. En efecto, su mensaje es que la resolución legislativa sobre la reforma y la indicación auto-afirmativa del TEPJF están por encima de las decisiones que la Constitución todavía vigente confiere a la Corte. Abdica de su compromiso con el Estado de derecho democrático que supone su investidura.
A la complejidad intrínseca de esta problemática, se añade, desafortunadamente, la condición contemporánea de la opinión pública, resultante en buena medida de los modelos de negocios que explotan las nuevas formas de comunicación hechas posible por los avances tecnológicos y en mucho producto del discurso populista que se difunde globalmente a una velocidad insospechada. La segmentación de las vías de acceso a la información y el análisis cancela su pluralidad, y tiende a poner atención sólo a mensajes de un mismo color, cuando no a estigmatizar las posturas divergentes e, inclusive, las escépticas. Eso se refuerza por las concepciones polarizantes que agrupan a los gobernados en dos facciones incomunicables: un pueblo bueno y sus enemigos.
En este contexto, es muy fácil desplazar los temas de fondo y sustituirlos por asuntos que no son pertinentes y parecen de fácil resolución. En estos días, Soto y Noroña han recibido una atención mediática considerablemente mayor que Piña y han aparecido comentarios que, en lugar de explicar el problema de la desarticulación del orden democrático, “revelan” una supuesta ineptitud de la presidenta de la actual Corte. En una especie de concesión, esas críticas reconocen la capacidad jurídica que tiene ella y el mérito que significó su nombramiento como primera mujer titular de dicho poder, para inmediatamente añadir que no ha estado a la “altura de las circunstancias” como política. Algunos de esos comentarios han llegado a responsabilizarla de lo que ocurre, presuponiendo que fue nombrada presidenta de la Corte para hacer política y no para plantear juicios de constitucionalidad.
Esa descalificación no puede sino agudizar las inquietudes que pretende despejar. Si desde la presidencia de la Corte, alguna otra persona hubiera querido contender en la arena política, en lugar de cumplir con sus tareas de control constitucional democrático, lo único que hubiera ocurrido es que el daño a la democracia sería ya mayor y menos visible. Ella misma hubiera entonces actuado contra la separación de poderes y en detrimento del ideal de imparcialidad que corresponde a la igualdad ciudadana frente a la ley.
Pero no puede evitarse una conclusión pesimista. Supongamos que los jueces puedan proseguir, primero, con su tarea de precisar los asuntos de los amparos y, luego, pasar de las suspensiones preventivas a las resoluciones definitivas sobre ellos. Lo más probable entonces será que ésas no sean acatadas y la ofensiva contra la independencia de la Corte continúe. Como lo plantean otras y otros estudiosos de las dinámicas democráticas, “paulatinamente se van destruyendo las normas, instituciones y rutinas que hacen posible la democracia” (Woldenberg, 2024) y la pregunta es si el país está ya a las puertas de la autocracia (Aguiar et al., 2025).
Referencias
Aguiar Aguilar, Azul A.; Castro Cornejo, R.; Monsiváis-Carrillo, Alejandro. January 2025.
“Is Mexico at the gates of Authoritarianism?”, Journal of Democracy, Volume 36,
Number 1, pp. 50-64.
Woldenberg, José. 12/11/2024 04:01. “Un espejo”, El Universal.